sábado, 31 de marzo de 2018

Ha resucitado, no está aquí (Mc 16, 1-8)

P. Carlos Cardó SJ
Las santas mujeres en el sepulcro, óleo sobre lienzo de Pierre Paul Rubens (1611-14), Museo Norton Simon, Pasadena, California, Estados Unidos
Pasado el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé compraron perfumes para ungir el cuerpo de Jesús. A la madrugada del primer día de la semana, cuando salía el sol, fueron al sepulcro. Y decían entre ellas: "¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?". Pero al mirar, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande. Al entrar al sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca. Ellas quedaron sorprendidas, pero él les dijo: "No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Miren el lugar donde lo habían puesto. Vayan ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que él irá antes que ustedes a Galilea; allí lo verán, como él se lo había dicho".
El relato del evangelio de Marcos no describe el hecho en sí de la resurrección, pero cuenta el itinerario que siguieron María Magdalena, María mujer de Santiago y Salomé para alcanzar la fe en la resurrección.
El recorrido que ellas siguieron puede ser el nuestro. Movidas por la fidelidad que tenían al Señor, van al sepulcro a embalsamar su cuerpo, son alcanzadas por el mensaje pascual y son conducidas a la fe, de la que se harán testigos y mensajeras. No buscaban más que un cadáver sin vida. Pero había amanecido ya el primer día de la semana, el día definitivo, de la fiesta que Dios ha preparado para la humanidad, día de la nueva creación, en el que el rostro de Dios brilla en el rostro de su Hijo Crucificado y en el rostro del hombre. Es el día de la luz que no conoce ocaso, el día en que vivimos.
Las tres mujeres no lo saben. Por eso su camino está lleno de sorpresas. Les preocupa la piedra que cierra el sepulcro, pero el sepulcro está abierto. Quieren ungir con perfumes el cadáver de Jesús, pero el lugar donde lo habían puesto está vacío. Esperan a Jesús muerto, pero el mensaje de su resurrección llega a sus oídos y les abre los ojos: Buscan a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí.
A pesar del miedo y la tristeza, el mensaje las impulsa a pregonar ellas también que la muerte no tiene poder sobre el autor de la Vida: Vayan a anunciar a sus discípulos y a Pedro: Él va camino de Galilea; allí lo verán como les dijo.
La subida de Jesús a su Padre no lo aleja del mundo ni de sus amigos. Él va delante de ellos y manda que lo encuentren en la Galilea, lugar donde se encontraron y convivieron, es decir, en medio del mundo, en lo cotidiano. Hay que ir a la propia tierra, al propio entorno, al lugar de la labor diaria, allí donde se encuentran los abatidos y los pobres, allí donde se comparte el pan y el vino, donde se reúnen los hermanos que el pecado había dispersado, donde se alaba a Dios con una vida recta y sincera.
Ellas salieron huyendo del sepulcro, llenas de temor y asombro, y no dijeron nada a nadie por el miedo que tenían. Así, de manera abrupta, ha querido terminar Marcos su relato de la resurrección y todo su evangelio.  Pero tal vez con ello mismo quiera darnos una sugerencia certera: Las mujeres se quedan sin palabra.
El estupor y el miedo que las sobrecoge, adecuado a la magnitud del acontecimiento que se les ha anunciado y que, al menos de momento, parece superar las posibilidades humanas de comprenderlo y, por tanto de hablar de él, hace ver que la experiencia del Resucitado va más allá de lo que de ella se nos puede contar, y sólo puede vivirse si cada uno personalmente se anima a revivirla, pues es ante todo un encuentro personal con alguien que nos aguarda en nuestra propia vida.
No basta oír palabras, relatos, reflexiones y argumentaciones sobre Él; hay que encontrarse con Él “en Galilea”. 
Animémonos, por tanto, a encontrarnos con Él en aquellos lugares personales y sociales en los que Él quiere ser reconocido, amado y servido. 

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