martes, 27 de febrero de 2018

Las actitudes de los fariseos (Mt 23,1-12)


P. Carlos Cardó SJ

 
El fariseo y el publicano, grabado de Sir John Everett Millais (1864), publicada en “Ilustraciones de las Parábolas de Nuestro Señor” (exhibida en el TATE, Galería Nacional de Arte Británico y Arte Moderno, Inglaterra) 
Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos: «Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo. Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar 'mi maestro' por la gente. En cuanto a ustedes, no se hagan llamar 'maestro', porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A nadie en el mundo llamen 'padre', porque no tienen sino uno, el Padre celestial. No se dejen llamar tampoco 'doctores', porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías. Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado».
El fariseísmo es una tentación en cualquier religión: practicar las buenas obras, orar, asistir a los oficios religiosos, cumplir con las tradiciones piadosas, todo puede dar pie a la búsqueda de aprecio y alabanza, o a la fatuidad de una piedad exterior que no va acompañada de la rectitud interior y del testimonio de una vida verdaderamente honesta. Por eso, fariseísmo es sinónimo de hipocresía.  
En la cátedra de Moisés se han sentado los maestros de la ley y los fariseos. Ustedes hagan lo que ellos digan pero no imiten su ejemplo porque no hacen lo que dicen. Jesús no ataca a la autoridad magisterial que, desde Moisés hasta los escribas y rabinos (muchos de los cuales eran de la secta de los fariseos) se ejercía en la “cátedra” de las sinagogas. Lo que Él censura es la incoherencia, el decir y no hacer, el predicar una doctrina buena y llevar una conducta que deja que mucho que desear.
Palabras, sermones, cartas, pronunciamientos son necesarios, y atacarlos en bloque sería una necedad. Lo censurable es la incoherencia entre lo que se predica y lo que se vive. No basta predicar, es necesario practicar; entonces la enseñanza se hace creíble. Cuando las obras no corresponden a las palabras, se da un antitestimonio que, en vez de hacer el bien, escandaliza, confunde y desanima.
Fariseísmo es también equiparar la fe a una teoría que se aprende y se transmite, pero que no cambia a la propia persona. Se pude saber mucho de religión y no practicarla. Además, el evangelio no es algo que se dice para que otros lo cumplan, sino para, en primer lugar, aplicárselo a sí mismo y luego transmitirlo. Sólo así la enseñanza es eficaz.
Fariseísmo es sinónimo también de legalismo. Ocurre cuando se propone el evangelio como un conjunto de deberes y no como lo que es: buena noticia, don del amor de Dios que capacita para amar a los demás como Él nos ama. Contra este fariseísmo actúa el Espíritu que hace ver las leyes y normas morales y religiosas no como un fin, sino como medios para realizar lo que Él nos inspira.
Sin el Espíritu que da vida, la ley mata, se convierte en hipocresía, pervierte la fe, tranquiliza la conciencia y da la falsa seguridad de sentirse salvado. La ley de Cristo es el corazón nuevo que Dios crea en nosotros: el amor que hace cumplir la voluntad de Dios. Esta ley está inscrita en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Guiado por ella, el cristiano distingue en su interior las variadas formas de egoísmo con que puede engañarse y discierne la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rom 12, 2).
Fariseísmo es buscar la seguridad de las normas y de lo que está mandado. Se puede, sí, aparecer como fervoroso, observante y “seguro”, pero se corre el riesgo de envanecerse con la propia fidelidad hasta despreciar a los demás, actuar por el deber y no con la gratuidad del amor y, lo que es peor, creerse autor de su propia santidad.
Desde el inicio de su predicación, en el sermón del monte (Mt 6, 1-18),  Jesús reprobó la ostentación farisaica. Lo hizo al enseñar el verdadero sentido de la oración, el ayuno y la limosna –tres pilares de la religión– que pueden convertirse en exhibicionismo espiritual para ganar fama entre la gente. Es lo que hacen los fariseos que alargan sus filacterias y distintivos religiosos y les gustan los primeros puestos en los banquetes y asambleas.
Jesús ha venido a revelarnos que Dios es Padre y que todos somos hijos y hermanos. Él nos hace ver como bueno lo que ayuda a vivir como hijos de Dios y hermanos entre nosotros, y como malo lo que lo impide. Por eso aconseja no llamar a nadie maestro, padre o jefe.
Y aunque no se trata de quedarnos en la literalidad de su enseñanza, pues de hecho Pablo se llama padre (1 Cor 4,15) y doctor y maestro de los gentiles (1 Tim 2, 2 Tim 1), es ridículo ufanarse de los títulos clericales o religiosos y confundir respeto a la autoridad con el uso de tratamientos que, por lo demás, ya nadie entiende.
Lo que hay que procurar es humildad y no orgullo, modestia y no vanidad, sencillez y no ostentación, servicio y no dominio o afán de poder. 
Hoy la “cultura mediática” exige quizá más que antes el cuidado de la imagen y siempre habrá que velar para que “la mujer del César sea no sólo honesta sino que lo parezca”. Pero mucho mayor cuidado hay que tener con las relaciones basadas en convencionalismos y con las apariencias que enmascaran malas conductas. El evangelio exige no dejarnos contaminar por este ambiente de la apariencia y mentira.

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