viernes, 19 de enero de 2018

Elección de los Doce (Mc 3, 13-19)

P. Carlos Cardó SJ
Frontal de altar de La Seu d'Urgell o de los Apóstoles, pintura policromada al temple sobre tabla, de autor anónimo (segundo cuarto del siglo XII), Museo Nacional de Arte de Cataluña, España

Jesús subió al monte y llamó a su lado a los que quiso. Ellos fueron hacia él, y Jesús instituyó a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar 
con el poder de expulsar a los demonios. 
Así instituyó a los Doce: Simón, al que puso el sobrenombre de Pedro; Santiago, hijo de Zebedeo, y Juan, hermano de Santiago, a los que dio el nombre de Boanerges, es decir, hijos del trueno; luego, Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Tadeo, Simón, el Cananeo, y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó. 
Subió al monte  Tanto en Israel como en las culturas paganas, el monte era lugar teofánico: en él actuaba la divinidad o tenía su morada. En el monte Sinaí se reveló Dios a Moisés y le dio la Ley. En el monte Sión se construyó el templo, habitación de Dios y lugar de su culto. Con Jesús, el monte (cuya localización geográfica no aparece) adquiere un significado teológico más específico: Jesús, sustituyendo a Moisés, sube al monte para traernos la revelación última de Dios, la nueva Ley, y fundar el nuevo Israel, que renovará al antiguo.
Moisés subía al monte para encontrarse con Dios; ahora, los que Jesús llama subirán a donde Él está, pues encontrarse con Él es encontrarse con Dios, Dios-con-nosotros, Dios en lo humano.
Llamó a los que quiso. La llamada es iniciativa del Señor. Nace del amor con que ama al pueblo que Dios escogió como instrumento para darse a conocer a la humanidad y ofrecer a todos su salvación. Ahora, en Jesús, esa misma llamada se hace extensiva a todos, por encima de su origen racial o su ubicación social. A todos ama el Señor y para todos tiene una llamada especial que da a sus vidas un sentido. Les marca el camino. 
Y se vinieron donde él. La respuesta implica cambio de ubicación, reorientación. Quien siente la llamada del Señor ve que se le ofrece una nueva forma de ser, que consiste en imitarlo. Ve, por ello, que lo importante es estar con Él, en comunión de vida, aspiraciones y trabajo. Jesús llama de esta manera plena e incondicional porque quiere prolongarse en el mundo por medio de sus discípulos, los de ayer y los de hoy: Como el Padre me ha enviado, así los envío yo (Jn 20,21). Serán sus enviados (apóstoles).
Designó Doce. El verbo que emplea el evangelista Marcos es solemne: constituyó. Los primeros llamados por él en número de doce, como eran doce las tribus de Israel, representan al Israel definitivo que Jesús va a fundar y que nace de la nueva alianza de Dios con los hombres.
Esos doce primeros varones son figura o expresión de todos los seguidores y seguidoras de Jesús que escucharán su llamada a estar con él y enviarlos a predicar. Ambas cosas, porque una lleva a la otra. La identificación con Él y el colaborar con Él en su obra evangelizadora. El amor se pone en obras, pero éstas han de ser las mismas que el Señor realiza y al modo como Él las realiza. En el evangelio de Juan la llamada del Señor se define como permanecer en Él, en su amor (Jn 15,9) porque sin mí no pueden hacer nada (Jn 15, 5).
Para su misión, que es la de Jesús, reciben sus mismos poderes: les dio poder de expulsar a los demonios. La predicación de la buena noticia del Reino tendrá que ir siempre acompañada de las obras liberadoras que Jesús realizaba para dar vida y crear una sociedad nueva en la que se manifieste el reinado de Dios.
Son pocos para llevar el mensaje a toda la tierra. Pero es el estilo de Dios que actúa en la debilidad y pequeñez, y no se impone porque quiere que se le ame libremente. Es además un grupo heterogéneo y difícil: Simón, llamado “Pedro”, Santiago y su hermano Juan, conocidos como los “violentos”, Andrés y Felipe, Bartolomé y Mateo que era un publicano, Santiago hijo de Alfeo, Tadeo, Simón apodado el “fanático” y finalmente el  tristemente célebre Judas Iscariote que traicionó a Jesús. 
Ellos y toda la multitud de testigos que a lo largo de los siglos se identificarán con Jesús en la vida y en la muerte, no sólo empeñarán sus personas en su obra, sino que buscarán que sus palabras, su modo de pensar y actuar pase a hacerse carne y sangre en ellos, hasta poder adoptar en toda circunstancia el modo de proceder de Jesús; más aún, hasta ser hallados dignos de compartir también su destino redentor, dando como Él su propia vida por la salvación del mundo. 

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