miércoles, 31 de enero de 2018

Jesús rechazado por los suyos (Mc 6, 1-6)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo en casa de sus padres (o el Taller de Carpintería), óleo sobre lienzo de John Everett Millais (1849-50), Tate Britain, Londres
Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?".Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo. Por eso les dijo: " Un profeta sólo es despreciado en su propia tierra, entre sus parientes y entre los suyos". Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y él se asombraba de su falta de fe.
Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.
En el texto de ayer (Mc 5, 21-43) vimos el ejemplo de fe dado por la mujer enferma de hemorragias y por el jefe de la sinagoga que tenía a su hija en peligro de muerte. En el pasaje de hoy, en cambio, Jesús no encuentra fe alguna, no puede hacer ningún milagro y expresa la desilusión que le causan sus propios paisanos y parientes: Un profeta sólo es despreciado en su propia tierra, entre sus parientes y entre los suyos.
El hecho ocurre en la sinagoga de Nazaret, en el pueblo en donde Jesús ha vivido la mayor parte de su vida. Lo rodean sus amigos y familiares que lo conocen desde niño, que lo han visto crecer y actuar entre ellos, pero que a pesar de ello, o precisamente por ello mismo, no creen en Él.
La incredulidad de “los suyos” los ha llevado incluso a querer llevárselo a casa porque decían que estaba loco (Mc 3, 21). No fueron capaces de ver más allá de lo físico y tangible. Para ellos, Jesús no era más que un simple vecino, un pobre carpintero, “hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón” (6,3), a quienes ellos conocían.
Conviene señalar que estos “hermanos de Jesús”, que los evangelios y Pablo mencionan, han dado motivo de discusión desde los primeros siglos del cristianismo. San Jerónimo (347-420 d.C.), gran conocedor de las lenguas antiguas y traductor de la Biblia al latín, resolvió el asunto haciendo ver que el significado de hermano, tanto en hebreo como en griego, es muy amplio y abraza también a los primos o parientes cercanos.
Así, Abraham llamaba “hermano” a Lot, que era su sobrino. Y Jacob llamaba “hermano” a su tío Labán. Finalmente, los hermanos mencionados en Mc 6, 3 tienen nombres bíblicos de contenido simbólico, que entroncarían a Jesús con el Israel de la antigua alianza: Santiago significa Jacob, padre de las doce tribus; José, es el hijo de Jacob; Judas, es Judá, otro hijo de Jacob; y Simón, o Simeón, también es hijo de Jacob.
Dice el texto que la multitud estaba asombrada de la sabiduría con que Jesús enseñaba y de su poder para hacer milagros, pero no podían aceptarlo como Mesías. Tenían otra idea de lo que debería ser el Enviado de Dios, que traería la revelación definitiva, y el Salvador de Israel que vendría a restaurar la monarquía de David.
En el fondo de esta oposición a Jesús está el escándalo que produce la encarnación de Dios. Es lo que en última instancia llevará a los fariseos y jefes del pueblo a acusarlo de blasfemo por pretender usurpar el puesto de Dios. Es el escándalo que moverá a sus discípulos a abandonarlo, al verlo entregado por sus jefes y muerto a manos de los paganos.
Finalmente, por este mismo escándalo muchos cristianos renegarán de Él por querer un Cristo a su gusto y medida. Se puede pertenecer a su grupo y no decidirse a seguirlo, ser de “los suyos” y acabar como Judas. Por eso dijo Jesús que sus verdaderos familiares son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica (3,35).
Desde otra perspectiva se puede ver también una cierta semejanza entre algunas actitudes que se dan hoy en la Iglesia y las de aquella gente de Nazaret. Nada hay más cerca del Señor que la Iglesia; en ella está el Señor y en ella se nos comunica el Espíritu Santo. Sin embargo, en el cristiano individual –cualquiera que sea su rango en la jerarquía– y en enteros grupos de ella, la Iglesia puede actuar como lo hicieron los nazarenos y judíos al reclamar un Mesías a la medida de sus recortadas miras humanas.
Asimismo se reproduce esta actitud en quienes, por la idea que tienen de los planes de Dios, se niegan a amar a la Iglesia porque les escandaliza su parte más humana, más pesada, más opaca, que no transparenta el rostro del Señor. Lo que quieren es una Iglesia puro espíritu sin cuerpo, campo de trigo sin cizaña, red que reúne peces de una sola especie, el cielo en la tierra.
Así obraron los judíos que se negaron a ver en la “carne” del pequeño carpintero de Nazaret la presencia del Dios con nosotros. En la Iglesia se reproduce a otra escala el misterio de la encarnación. Ella prolonga la sorprendente presencia de Dios a través de lo débil (cf. 1Cor 1, 18-25) y por eso será siempre motivo de extrañeza. 
Pero es a esta Iglesia, divina y humana de arriba abajo, a la que amamos y procuramos construir, colaborando para que, a partir de su condición de pecadora que Cristo bien conoce –como conocía los pecados de Pedro y de sus apóstoles–, se esfuerce cada día por ser más fiel al Evangelio.

martes, 30 de enero de 2018

Curación de la mujer enferma y resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,21-43)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús curando a la hemorroísa, fresco de autor anónimo (siglo III), Catacumbas de los santos Pedro y Marcelino, Roma.
Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: "Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva". Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados. Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: "Con sólo tocar su manto quedaré curada".  Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal. Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: "¿Quién tocó mi manto?". Sus discípulos le dijeron: "¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?". Pero él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido. Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad. Jesús le dijo: "Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad".  Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: "Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?". Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: "No temas, basta que creas". Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga.
Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: "¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme". Y se burlaban de él. Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: "Talitá kum", que significa: "¡Niña, yo te lo ordeno, levántate". En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de estupor, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer. 
Se trata de dos mujeres, que además de la exclusión de que eran objeto en aquella sociedad patriarcal, padecían la impureza que su enfermedad les transmitía a ellas y a quien las tocase. Pero nada de ello fue impedimento para que Jesús las tratara con una solicitud cargada de sentimiento.
Sin temer el ser criticado por transgredir normas y prejuicios, Jesús rompió –en éste y en otros casos– con el androcentrismo de su sociedad y mantuvo un trato solidario y liberador con las mujeres y los niños, que no sin motivo buscaban su proximidad.
La primera mujer del relato lleva 12 años padeciendo una larga enfermedad, que los médicos no han podido curar. En la cultura hebrea la sangre es la vida (Gen 9, 4-5). La mujer pierde sangre, se le va la vida. Representa toda situación crítica de la que el creyente no sabe cómo salir mientras no sienta que la gracia de Dios lo toque y lo sane.
La otra mujer es una niña de 12 años, que en Oriente equivale a la edad del noviazgo; pero que está enferma de muerte. Esta niña-mujer, por ser, además, hija de Jairo, jefe de la sinagoga, podría simbolizar al pueblo de Israel, que la Biblia presenta como la esposa de Yahvé.
Mientras Jesús va a casa de Jairo, aparece en escena la mujer que sufre de hemorragias. Tiene una enfermedad que hacía impura a la mujer desde el punto de vista legal (Lev 15, 19-24) y tenía que permanecer apartada el tiempo que durara su hemorragia porque volvía impuro lo que tocaba. Humillada física y moralmente, la pobre mujer sólo puede acercarse a Jesús desde atrás, sin dejarse ver, sin poder tocar.
Experiencias similares pueden darse en el camino de la fe: sucede algo lamentable y la persona se siente alejada, inhabilitada para la vida cristiana. Su fe entonces sólo logra expresarse como el deseo de que Dios la tenga en cuenta, como dice el salmo 80: Vuelve a nosotros tu rostro y seremos salvos.
¿Quién me ha tocado?, pregunta Jesús, al sentir que la mujer le ha rozado el manto. No es un reproche, es una invitación: la fe interior de la mujer tiene que hacerse pública. Y es lo que hace ella con un gesto cargado de sentimiento: asustada y temblorosa… se postró ante él y le contó toda su verdad. Contarle toda su verdad es poner su vida en manos del Señor, reconocer que no hay nada oculto entre los dos, y dejar que Él disponga las cosas según su voluntad. Por eso Jesús, después de tranquilizarla, le dice con afecto: Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, estás liberada de tu mal.
Todavía estaba hablando, cuando vienen a anunciar al jefe de la sinagoga que su hija ha muerto: ¿Para qué seguir molestando al Maestro? Jairo ya había expresado su fe, pero el anuncio que le traen hace que le sobrecoja el miedo a la muerte, la sensación de impotencia frente a lo irremediable. Pero Jesús lo reanima: No tengas miedo, basta con que sigas creyendo.
Lo que viene después es una predicación en acción sobre el sentido cristiano de la muerte. Jesús le quita dramatismo, le arranca su aguijón (como dice san Pablo en 1Cor 15,55), la reduce a un sueño: la niña no está muerta, está dormida. El mensaje de su victoria sobre la muerte ha de ser comunicado a “los que se afligen como quienes no tienen esperanza” (1 Tes 4,13), y que en el relato aparecen simbolizados en el tumulto, el llanto y los gritos en la casa mortuoria.
Jesús, entonces, tomó la mano de la niña y la sacó del sueño, con palabras llenas de ternura: Talita Kumi (que significa: Muchacha, a ti te hablo, levántate). Conviene advertir que el mandato de Jesús, ¡Levántate! ¡Ponte de pie!, significa también ¡Resucita!, y es el verbo que se emplea en los relatos de la resurrección: “Cuando resucite (cuando sea levantado), iré delante de ustedes a Galilea” (14,28). “Ha resucitado, no está aquí” (16,6).
La niña se levantó y se puso a caminar. Y ellos se quedaron llenos de estupor, con el mismo sentimiento que tendrán las mujeres ante el sepulcro vacío (16,8): temor y desconcierto. Y les mandó que le dieran de comer. Porque todavía queda camino por andar...  A lo que Dios hace en nuestro favor, corresponde nuestra colaboración. 
El mensaje es sencillo y claro: todos podemos vernos en situaciones extremas, propias o de otros, en las que ya nada se puede hacer. Las palabras de Jesús a Jairo: No tengas miedo, basta con que sigas creyendo, nos ayudarán a no dejarnos dominar por el miedo y la desesperación. Sabremos infundir ánimo a quien lo necesita. Procuraremos, además, “que la Iglesia sea un recinto de paz, de justicia y de amor para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”. 

lunes, 29 de enero de 2018

Los endemoniados de Gerasa (Mc 5, 1-20)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús arroja un demonio, grabado de Matthaüs Merian el Viejo (1625-30),  para su "Iconum Biblicarum"
Llegaron a la otra orilla del mar, a la región de los gerasenos. Apenas Jesús desembarcó, le salió al encuentro desde el cementerio un hombre poseído por un espíritu impuro. Él habitaba en los sepulcros, y nadie podía sujetarlo, ni siquiera con cadenas.  Muchas veces lo habían atado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarlo. Día y noche, vagaba entre los sepulcros y por la montaña, dando alaridos e hiriéndose con piedras. Al ver de lejos a Jesús, vino corriendo a postrarse ante él, gritando con fuerza: ¿Qué tengo que ver contigo, Jesús, Hijo del Altísimo? ¡Te conjuro por Dios, no me atormentes!". Porque Jesús le había dicho: "¡Sal de este hombre, espíritu impuro!". Después le preguntó: "¿Cuál es tu nombre?". El respondió: "Mi nombre es Legión, porque somos muchos". Y le rogaba con insistencia que no lo expulsara de aquella región. Había allí una gran piara de cerdos que estaba paciendo en la montaña. Los espíritus impuros suplicaron a Jesús: "Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos". El se los permitió. Entonces los espíritus impuros salieron de aquel hombre, entraron en los cerdos, y desde lo alto del acantilado, toda la piara -unos dos mil animales- se precipitó al mar y se ahogó. Los cuidadores huyeron y difundieron la noticia en la ciudad y en los poblados. La gente fue a ver qué había sucedido. Cuando llegaron donde estaba Jesús, vieron sentado, vestido y en su sano juicio, al que había estado poseído por aquella Legión, y se llenaron de temor. Los testigos del hecho les contaron lo que había sucedido con el endemoniado y con los cerdos.  Entonces empezaron a pedir a Jesús que se alejara de su territorio. En el momento de embarcarse, el hombre que había estado endemoniado le pidió que lo dejara quedarse con él. Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: "Vete a tu casa con tu familia, y anúnciales todo lo que el Señor hizo contigo al compadecerse de ti". El hombre se fue y comenzó a proclamar por la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho por él, y todos quedaban admirados.
La escena se desarrolla en Gerasa, una ciudad de la Decápolis pagana, lugar donde no se conoce a Dios y el mal actúa libremente. El mensaje del texto será que aun en lugares como ese la acción salvadora de Cristo obtiene victoria. Jesús destruye de raíz el mal y disipa nuestros miedos porque ha vencido al príncipe de este mundo, que tenía el poder de la muerte.
Le salió al encuentro un endemoniado. Fue hacia él, no esperó a que lo llamara. Seguramente ha oído que libera a aquellos a quienes el espíritu del mal esclaviza, separándolos de Dios (porque es espíritu de esclavitud), de los demás (porque es espíritu de violencia y división, el demonio, en la Biblia, es el que divide), y de su yo auténtico (porque enajena, es espíritu de mentira). Este pobre desgraciado viene del cementerio donde habita, es decir, sale del lugar de la muerte, busca la vida.
Simboliza a todos aquellos que viven sometidos a fuerzas o poderes hostiles a Dios, “poseídos” por realidades de este mundo que se les han vuelto verdaderos ídolos a los que se someten (cf. 1 Cor 8,5), esperando conseguir con ellos seguridad y felicidad pero se esclavizan y deshumanizan.
Llama la atención el contraste tan marcado que se da entre la primera actitud del endemoniado: se postró ante él, y el grito que da a continuación: ¿Qué tengo que ver contigo, Jesús, Hijo del Altísimo? No me atormentes. La explicación la da el mismo texto: Es que Jesús le estaba diciendo: Espíritu inmundo sal de este hombre.
Hay, pues, una inconsecuencia en el endemoniado. Ha buscado a Jesús, pero la irracionalidad del espíritu que lo posee le impide hacer lo que podría liberarlo. Tendría que dejar la violencia y la mentira a la que vive sometido, pero le resulta una tortura, se siente incapaz.
Nada, absolutamente nada en común hay entre Cristo y el mal. No hay lugar para componendas. Pero el endemoniado se contenta con que no lo echen fuera de esa región. El nombre que se da –Legión– sugiere la idea de que se trata de una colectividad, incluso quizá representa a todos aquellos que, víctimas de cualesquiera demonios, viven una vida deshumanizada y no ponen los medios para dejarla. Reconocen que su vida les hace vivir angustias de muerte, pero no dan el paso a la victoria final que Cristo les ofrece. Prefieren suplicarle: Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos.    
Se subraya la condición de vencido de Satán. Los demonios rogaban a Jesús. Y al mismo tiempo se señala que los puercos, animales impuros, inmundos, eran digna morada para ellos. Jesús les permitió entrar en ellos, pero queda claro que el destino último de esas fuerzas del mal es el abismo: los cerdos se lanzaron al lago desde el barranco… y se ahogaron.
A continuación ocurre algo sorprendente: mientras los demonios suplican a Jesús que no los saque de aquel lugar y que los deje en los cerdos, los gerasenos fueron donde Jesús y comenzaron a suplicarle que se alejara de su territorio. La presencia de Jesús trae cambios en la vida que pueden contradecir los propios intereses. Entonces se le puede decir a Jesús como los gerasenos: mejor vete, déjanos tranquilos.
Las curaciones, en particular las expulsiones de demonios, son signos del poder de Dios en Jesús sobre todas las fuerzas del mal que trastornan el orden de su creación y dañan a sus criaturas. Por eso son signos de la presencia de su reino. Si expulso los demonios con el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a ustedes” (Mc 3). 
Estas acciones de Jesús se nos confían. Designó a Doce, a los que llamó apóstoles, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar demonios (Mc 3,15). Como Iglesia, todos debemos contribuir en la medida de nuestras posibilidades a exorcizar los demonios que en nuestra sociedad atentan contra la integridad de las personas, recortan su libertad, afectan su salud y despersonalizan. Quien experimenta la salvación no puede sino despertar en otros la experiencia de ser salvado. 

domingo, 28 de enero de 2018

Homilía del IV Domingo del Tiempo Ordinario – Enseñaba con autoridad (Mc 1, 21-28)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo predicando en la sinagoga de Cafarnaúm, óleo sobre lienzo de Maurycy Gottlieb (1878-79), Museo Nacional de Polonia, Varsovia
Entraron en Cafarnaúm, y cuando llegó el sábado, Jesús fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar: "¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios". Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre".  El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre.  Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: "¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!". Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.
La autoridad con que Jesús predicaba admiraba a la gente sencilla pero enfurecía a los fariseos y doctores de la ley. Ellos no hacían más que repetir frases de otros, Jesús hablaba en primera persona, haciendo ver que su autoridad venía de Dios. Por eso lo juzgaban como blasfemo que pretendía ponerse al nivel de Dios. Pero Jesús no se intimidaba, y llegaba a decir: Las palabras que yo les digo no son mías, sino del Padre que me ha enviado (Jn 7,16).
Su autoridad, además, se cimentaba en la unidad inquebrantable que había entre su palabra y su conducta. Transmitía un mensaje que Él mismo vivía, y esto era tan evidente, que llevó hasta a sus más encarnizados enemigos a reconocer: “Maestro, sabemos que eres sincero, que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te dejas influenciar por nadie, pues no miras las apariencias de las personas” (Mt 22,16).
Al mismo tiempo, Jesús acompañaba su palabra con “signos” en favor de la vida, sobre todo de los más necesitados y de aquellos que para la sociedad eran (y siguen siendo hoy) “los perdidos”, condensaban su poder sobre el mal de este mundo, demostraban lo más característico de su misión salvadora y anticipaban la presencia del reinado de Dios.
Así lo afirmó Él mismo: “Si yo expulso los demonios con el dedo (o poder) de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a ustedes” (Lc 11, 20; Mt 12,28; cf. Mc 3,22-30). La gente se da cuenta de que Jesús no se limita a pronunciar discursos, sino que sus palabras producen salvación, hacen ver la vida con una nueva luz, liberan de lo que esclaviza y oprime. Esta es la novedad de la autoridad de Jesús.
En ese tiempo, las enfermedades, sobre todo las mentales y algunas funcionales como la epilepsia, se atribuían a “espíritus inmundos”. En el fondo de tal creencia estaba la convicción de que la enfermedad es algo no querido por Dios porque trastorna el orden de su creación y daña a sus criaturas. El adjetivo “inmundo” señalaba la idea de algo que está en oposición a Dios. Hoy llamaríamos a tales “endemoniados” enfermos psiquiátricos, pero no por ello dejan de ser un signo especialmente sugerente de los efectos del mal de este mundo sobre la integridad, libertad y salud de las personas.
En el evangelio de hoy, Jesús demuestra su autoridad realizando una de estas curaciones en un día sábado y en la sinagoga. Fue en favor de uno de sus oyentes, que interrumpió de pronto su enseñanza y se puso a gritar: ¿Qué tienes tú contra nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres, el Consagrado de Dios.
Pudo ser un fanático que reaccionó enfurecido contra la nueva enseñanza de Jesús y el entusiasmo que despertaba en la gente. Provoca a Jesús para defina ante el auditorio qué tipo de mesías encarna, si realmente es el salvador esperado. Jesús enfrenta al sujeto sino al mal que lo atormenta. No da oídos a sus insinuaciones sobre su condición de Mesías, sino que lo libera de su esclavitud interior. ¡Cállate y sal de él!, ordenó. Y el espíritu inmundo, retorciéndolo y dando un alarido, salió de él. Jesús, vencedor del mal, hace que “los perdidos” sientan que sus vidas, llenas de desesperanza y rencor, se restablezcan en el camino del bien.
Ahora bien, por el hecho de ser miembros de la Iglesia, cuerpo de Cristo, a nosotros se nos encomienda hoy la misión de “exorcizar” todos esos demonios que despersonalizan, humillan y enferman a la gente, o deshumanizan las relaciones en sociedad.
A ello se refieren nuestros obispos y el Papa Francisco cuando enfrentan el gravísimo problema de la corrupción que, como verdadero espíritu inmundo, invade todos los campos. El uso indebido del poder en lo burocrático y político, las argollas de funcionarios públicos coludidos con intereses privados, la normalización del soborno y de la coima, son un proceso de muerte, que “se ha vuelto natural, al punto de llegar a constituir un estado personal y social ligado a la costumbre, una práctica habitual en las transacciones comerciales y financieras, en las contrataciones públicas, en cada negociación que implica a agentes del Estado... e interfiere al ejercicio de la justicia con la intención de los propios delitos o de terceros” (Papa Francisco a la Asociación Internacional de Derecho Penal, 23.10.2014). 
Tales fenómenos cristalizan la acción del mal en el mundo de hoy. Contra ella hay que actuar con la autoridad y eficiencia que Jesús muestra en el evangelio, fruto principalmente de su autenticidad y coherencia moral. 

sábado, 27 de enero de 2018

La tempestad calmada (Mc 4,35-40)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo en la tormenta en el mar de Galilea, óleo sobre tela de Ludolf Backhuysen (1695), Museo de Arte de Indianápolis, Estados Unidos
Al atardecer de ese mismo día, Jesús dijo a sus discípulos: "Crucemos a la otra orilla". Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba.
Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: "¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?".
Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: "¡Silencio! ¡Cállate!". El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: "¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?". 
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: "¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?".  
Después de una serie de parábolas sobre la presencia y actuación del reino de Dios, Marcos sitúa la tempestad calmada, que es una parábola en acción. Su intención parece ser poner de manifiesto que la falta de fe impide a los discípulos comprender la lógica del reino de Dios, tal como ha sido expuesta por Jesús en las parábolas.
Elemento central en el relato es la barca, que representa a la Iglesia. En ella los discípulos acogen la invitación de su Señor con temor y perplejidad. Al caer la tarde, les dijo: Pasemos a la otra orilla. Ellos dejaron a la gente y lo llevaron en la barca. De pronto se levanta un gran temporal, y las olas cubren la barca que parece a punto de zozobrar, lejos de la orilla a la que se dirigen. No les queda otra cosa que fijar los ojos en Jesús, fiarse de Él para poder avanzar. Si la Iglesia se queda mirando sus propias dificultades, se hunde.
Pero –hecho curioso– Jesús duerme. Su tranquilidad le viene de la absoluta confianza que tiene siempre en Dios. Los discípulos, en cambio, en el peligro, sólo perciben su propia impotencia; pero en eso mismo se les abre la posibilidad de abrirse a la fe que salva. Siempre resuena en la Iglesia el grito de la humanidad sufriente que llega hasta Aquel cuyo nombre, Jesús, significa “Dios salva”. Despertaron a Jesús y le dijeron: Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?
El miedo paraliza y confunde. Es una experiencia que todos tenemos alguna vez. Aquí el miedo tiene un contenido eclesial. Se siente a veces al no poder compaginar esas dos imágenes de la Iglesia que el evangelio emplea: la de la casa construida sobre roca, que sugiere estabilidad y seguridad, y la de la barca, que se mueve y navega no siempre por mares tranquilos sino encrespados, golpeada por las olas. La experiencia nos puede hacer sentir inseguros o llenar la mente de confusiones. Jesús nos echa en cara la falta de confianza: ¿Por qué son tan cobardes? ¿Aún no tienen fe?
Podemos también referir el texto al camino de fe del cristiano, que no es camino llano sino sembrado de agitaciones, dudas y caídas. La duda está en medio entre la incredulidad y la fe. De una u otra forma todos pasamos por ella. Y llega un momento en que nos decidimos a invocar al Señor, más allá de lo que hemos creído o no creído.
Aparte de esto, están también nuestros miedos personales y colectivos ocasionados hoy, entre otras cosas, por las crisis económicas, los escándalos, la inseguridad, el daño ecológico; amén de la carga negativa de carencias, limitaciones y debilidades que cada cual lleva consigo en su propia historia. Todo eso puede llegar a paralizar a las personas, o hacerlas incurrir en depresión, abandono, desesperanza.
Frente a todo temor y miedo, el mensaje central del texto lo podemos ver en la pregunta que Jesús hace: ¿Cómo no tienen fe? San Pablo dirá: Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para el bien de los que lo aman (Rom 8,28). Por consiguiente, es importante aprender a percibir la presencia del Señor en medio de las dificultades, a valorar lo positivo que se mezcla con lo negativo, y a discernir los signos de esperanza (por pequeños que sean) que se dan en medio de las tribulaciones.
Madurez humana y cristiana es saber leer la historia a la luz de la Palabra; no dejarse vencer por el mal, sino vencer el mal a fuerza de bien; saber asimilar crisis y frustraciones de tal modo que, cuando falte lo ideal, pueda uno aferrarse a lo posible y no desfallecer jamás. 
La presencia del Cristo Resucitado en su Iglesia es callada, silenciosa, como quien está ausente o dormido, aunque en realidad está activo cumpliendo su promesa: Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo. En las crisis, en las caídas, en la soledad y oscuridad, el cristiano se agarra de su Señor y alarga también la mano para ayudar a otros. 

viernes, 26 de enero de 2018

El envío de los 72 discípulos (Lc 10, 1-9)

P. Carlos Cardó SJ

 
San Pedro predicando en presencia de San Marcos, témpera sobre tabla de Fra Angélico (1433 aprox.), Museo Nacional de San Marcos, Florencia, Italia
El Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir.
Y les dijo: «La cosecha es abundante, pero los obreros son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. ¡Vayan! Miren que yo los envío como a corderos en medio de lobos. No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Al entrar en una casa, digan primero: ‘¡Que descienda la paz sobre esta casa!’. Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes. Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa. En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan;  curen a sus enfermos y digan a la gente: ‘El Reino de Dios está cerca de ustedes’».
La cosecha es abundante y los obreros pocos. La frase de Jesús contiene una llamada a colaborar –cada cual en su propio estado de vida– en la misión de llevar el evangelio al mundo. De modo particular la frase hace tomar conciencia del problema de la falta de vocaciones para el sacerdocio y para los servicios que en la Iglesia requieren una dedicación especial. Sin oración al Señor de la mies, sin familias que valoren la vocación de sus hijos y sin el testimonio vivo de los propios sacerdotes, religiosos y laicos, el problema seguirá.
Para realizar su obra Jesús necesita colaboradores. Por eso designó y envió discípulos y discípulas. El número 72 simboliza una totalidad: todos los que creemos en Cristo somos apóstoles, discípulos y misioneros. La misión es cosa de todos y para todos.
Las instrucciones que da Jesús a los discípulos se abren con una sentencia  que da sentido a todo el conjunto: miren que yo los envío como corderos en medio de lobos. Las perspectivas no son halagüeñas, las circunstancias son adversas, pocos obreros, riesgos y peligros, tiempo breve.
El mundo al que Jesús envía es complejo y siempre ha habido y habrá obstáculos sin fin. Una experiencia común a muchos cristianos que se han decidido a encarnar los valores evangélicos en sus vidas, y a transmitirlos, es ver que pronto o tarde se hacen objeto de críticas e incomprensiones, se les trata con desdén y aun desprecio y se les retira la amistad. Nunca ha sido fácil vivir auténticamente el cristianismo. Cuando esto ocurre, el cristiano se acuerda de las palabras del Señor: En el mundo tendrán tribulaciones; pero tengan ánimo, yo he vencido al mundo (Jn 16,33).
Las instrucciones que dio Jesús a los 72 discípulos antes de enviarlos en misión se pueden sintetizar en dos actitudes fundamentales: vivir con sencillez y llevar la paz. A ejemplo del Señor y en solidaridad con los hermanos necesitados, el cristiano auténtico asume un estilo de vida sobrio y sencillo, porque tiene puesta su confianza no en el dinero sino en Jesucristo. Sólo así la evangelización dará fruto. Porque si nuestra oración, nuestra vida litúrgica y nuestro hablar de Dios expresan nuestra fe, el estilo de vida que llevamos la hace creíble.
No llevar bolsa ni morral ni sandalias significa desterrar la ambición que nace de pensar que el dinero es el valor supremo en la vida, para poner toda la confianza en Dios y en la promesa de su reino. Quien vive esto es capaz de servir libre y desinteresadamente: libre de todo interés temporal para no entrar en componendas ni negociaciones que contradigan los valores del evangelio; libre para dirigirse a su meta sin siquiera detenerse a saludar a nadie por el camino, libre para no buscarse a sí mismo sino a Jesucristo y el bien de los demás, ¡libre para amar, libre para servir!
La segunda actitud que han de tener los discípulos es la paz. Quien se ha identificado con el Señor siente dentro de sí una profunda paz y sabe comunicarla. Paz a esta casa, dicen los discípulos, y su palabra eficaz transmite la paz verdadera. El cristiano es pacífico y pacificador, siempre en misión de construir paz. Pero no una paz ingenua y barata, sino la que brota de la justicia y asume el nombre de solidaridad, desarrollo equitativo para todos, nuevo orden social… 
La misión a la que Jesús envía, es consecuencia del bautismo. Exige una identificación personal con su estilo de vida. Sin la puesta en práctica de sus enseñanzas no se puede ser seguidores suyos y colaboradores de su misión. 

jueves, 25 de enero de 2018

Vayan por todo el mundo (Mc 16, 15-18)

Carlos Cardó SJ
Ascensión de Cristo, óleo sobre lienzo de Dosso Dossi (1520), Colección privada, Milán, Italia
Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación." El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará. Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán".
Este epílogo del evangelio de Marcos fue añadido hacia la mitad del siglo II. La razón que dan los exegetas es que a las primeras comunidades cristianas les causaba desazón el final tan abrupto de Marcos, que cierra su evangelio con el miedo y la huida de las mujeres del sepulcro vacío (Mc 16, 1-8). Se buscó por eso una prolongación de los relatos que condujeran a un final más adecuado, armonizando con la temática general del evangelio. Sin embargo, aunque se trate de un añadido, no deja de ser un texto inspirado y canónico, es decir, incluido en el elenco oficial de los libros de la Biblia.
Se pueden percibir en el relato las inquietudes y preocupaciones de los primeros cristianos de Roma, en donde fue escrito este evangelio. Ellos no habían visto al Señor, pero basaban su fe en Jesucristo en el testimonio que les transmitieron los primeros testigos, los apóstoles y discípulos del Señor.
Por eso el texto enumera los sucesivos testimonios aportados a la comunidad. En primer lugar el de María Magdalena. Se alude a la acción sanante realizada por Jesús en favor de ella, liberándola de siete “demonios”, es decir, de siete males, siete enfermedades. Luego se subraya el estado de tristeza y llanto en que estaban los discípulos, que no creyeron en un primer momento en el anuncio de Magdalena: al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no le creyeron.
Viene después la alusión a la experiencia de los discípulos de Emaús y al testimonio que dieron a los demás, y que tampoco fue aceptado. Por último, se menciona la aparición del Resucitado a los Once reunidos en torno a la mesa. Y pone aquí el redactor el envío en misión para anunciar la buena noticia a toda criatura.
Se resalta el valor que tiene la comunidad en la experiencia cristiana, por ser el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Su poder salvador se prolonga en ella. Y ella vive de su memoria, que actualiza en la celebración de la fracción del pan.
Los primeros cristianos vivían amenazados, obligados a la clandestinidad. Una gran preocupación debió ser para ellos cómo conjugar la victoria de Cristo Resucitado con la persistencia y actuación del misterio del mal en el mundo. Tenían que abrirse a la fe/confianza en el Señor que, no obstante, sigue actuando también por medio de los creyentes. A través de ellos, Jesucristo Resucitado continúa anunciando y manifestando el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice.
Nuestra fe en Él da a nuestra vida una orientación bien definida: nos hace anunciadores del Evangelio que hemos recibido para que otros crean también en el triunfo del amor de Dios en sus vidas, por Jesucristo su Hijo. En esto consiste el Evangelio: en que Dios envió a su Hijo para que todos tengan vida plena. Pero así como la salvación que Dios ofrece no obrará en contra de nuestra voluntad, el Evangelio no se impone a la fuerza; la tarea evangelizadora, nuestra y de la Iglesia, respeta la libertad de las personas. 
Las acciones prodigiosas que Jesús promete a los que crean en Él son representaciones simbólicas de la salvación y tienen que ver con la superación de todo lo que oprime a los seres humanos, de todo lo que obstaculiza la comunicación y la unión entre ellos, y de toda amenaza de la vida. Tales acciones son signos de la presencia del Reino en nuestra historia, semejantes a los que Jesús realizaba. La Iglesia, y nosotros en ella, debemos manifestarlos. 

miércoles, 24 de enero de 2018

La parábola del sembrador (Mc 4, 1-20)

P. Carlos Cardó SJ
Sembrador con el sol poniente, óleo sobre arpillera sobre tela de Vincent van Gogh (1888), Fundación E.G. Bührle, Zurich, Suiza
Jesús comenzó a enseñar de nuevo a orillas del mar. Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca dentro del mar, y sentarse en ella. Mientras tanto, la multitud estaba en la orilla. El les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas, y esto era lo que les enseñaba:  "¡Escuchen! El sembrador salió a sembrar. Mientras sembraba, parte de la semilla cayó al borde del camino, y vinieron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno rocoso, donde no tenía mucha tierra, y brotó en seguida porque la tierra era poco profunda; pero cuando salió el sol, se quemó y, por falta de raíz, se secó. Otra cayó entre las espinas; estas crecieron, la sofocaron, y no dio fruto.Otros granos cayeron en buena tierra y dieron fruto: fueron creciendo y desarrollándose, y rindieron ya el treinta, ya el sesenta, ya el ciento por uno". Y decía: "¡El que tenga oídos para oír, que oiga!". Cuando se quedó solo, los que estaban alrededor de él junto con los Doce, le preguntaban por el sentido de las parábolas. Y Jesús les decía: "A ustedes se les ha confiado el misterio del Reino de Dios; en cambio, para los de afuera, todo es parábola, a fin de que miren y no vean, oigan y no entiendan, no sea que se conviertan y alcancen el perdón". Jesús les dijo: "¿No entienden esta parábola? ¿Cómo comprenderán entonces todas las demás? El sembrador siembra la Palabra. Los que están al borde del camino, son aquellos en quienes se siembra la Palabra; pero, apenas la escuchan, viene Satanás y se lleva la semilla sembrada en ellos. Igualmente, los que reciben la semilla en terreno rocoso son los que, al escuchar la Palabra, la acogen en seguida con alegría; pero no tienen raíces, sino que son inconstantes y, en cuanto sobreviene la tribulación o la persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumben. Hay otros que reciben la semilla entre espinas: son los que han escuchado la Palabra, pero las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y los demás deseos penetran en ellos y ahogan la Palabra, y esta resulta infructuosa. Y los que reciben la semilla en tierra buena, son los que escuchan la Palabra, la aceptan y dan fruto al treinta, al sesenta y al ciento por uno". 
A pesar de la oposición de sus parientes que se lo han querido llevar por creerlo loco, y de los expertos de la religión que han dicho de Él que está endemoniado, Jesús retoma la actividad a orillas del lago de Galilea. Se junta tanta gente que tiene que subirse a una barca y predicar desde allí. Enseña con parábolas que todos entienden, concretamente de la faena de la siembra, que todos conocen.
Pero la parábola tiene su misterio: subraya la pérdida que sufre el sembrador de tres cuartas partes de su semilla para contrastar con el fruto paradójicamente abundante, de treinta y sesenta por uno, y hasta de ciento por uno al final, lo cual resulta extraordinario.
En Palestina, según los entendidos, lo máximo que se conseguía en una cosecha era el 7,5 por ciento; las tierras no eran buenas y el agua era escasa. Como la parábola tiene que ver con el reino de Dios, quedaba claro que Jesús quería hacer ver que el establecimiento de la justicia, la paz y la fraternidad, propias del plan de Dios, tendría un desarrollo difícil, con  logros débiles y precarios hasta alcanzar el triunfo pleno del amor salvador de Dios al final de la historia.
Este “misterio” del desarrollo lento pero irreversible del reino de Dios será revelado a los discípulos y, por su predicación, será anunciado a todas las naciones para que todos, judíos y cristianos, lleguen a ser buena tierra y formen el único cuerpo de Cristo. Así explicó Jesús sus parábolas a los discípulos, y Pablo desarrollará la idea del “misterio” del reino refiriéndolo en definitiva a la incalculable riqueza que es conocer a Jesucristo y hacerse merecedor de la salvación que él trae (Ef 3, 5-8.18).
Jesús explica la parábola a los suyos, es decir, a los que están a su alrededor junto con los doce apóstoles. No son sus parientes sino los que se han  hecho discípulos suyos. Los de fuera son los que no tienen disposición para creer y seguirlo. Estos por más que miren y oigan no verán ni entenderán, a no ser que se conviertan.
El mensaje del reino no puede quedarse únicamente como una doctrina que se escucha (y se aprende), debe recibirse con fe y adhesión libre de modo que suscite una actitud de cambio personal progresivo, con la consiguiente superación de dificultades, resistencia e incomprensiones propias o venidas del exterior.
El campo en el que se realiza la labor del anuncio del reino es el mundo, la humanidad, y es también la comunidad cristiana y la disposición de cada persona para acoger la palabra evangélica. La explicación alegórica de la parábola hace referencia a cuatro situaciones que pueden darse en la comunidad. En este sentido, es una exhortación a los cristianos para que se mantengan perseverantes en la escucha y práctica del mensaje a pesar de las dificultades interiores o exteriores que vendrán: superficialidad, inconstancia, preocupaciones mundanas, atracción de la riqueza, engaños… 
Pero para que no se lea la parábola en clave moralista o induzca a un voluntarismo egocéntrico, hay que recordar que la auténtica escucha de la palabra y su consecuente fecundidad y fruto dependen siempre de la adhesión vital a la persona de Cristo, portador y realizador del reino. Sólo la relación cordial con el Señor, que permite conocerlo internamente para más amarlo y servirlo, hace posible la fidelidad aun en medio de las adversidades.

martes, 23 de enero de 2018

La verdadera familia de Jesús (Marcos 3, 31-35)

P. Carlos Cardó SJ
La aparición de Cristo a la gente (o Aparición del Mesías), óleo sobre lienzo de Alexander Andreyevich Ivanov (1837-1957), Galería Tretiakov, Moscú
Entonces llegaron su madre y sus hermanos y, quedándose afuera, lo mandaron llamar. La multitud estaba sentada alrededor de Jesús, y le dijeron: "Tu madre y tus hermanos te buscan ahí afuera".
El les respondió: "¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?". Y dirigiendo su mirada sobre los que estaban sentados alrededor de él, dijo: "Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre". 
Hay en el texto una clara contraposición entre los parientes de Jesús que se quedan fuera de la casa y los que están dentro, sentados a su alrededor. Estar sentados en torno a Jesús equivale a “estar con él”, que fue la finalidad para la que Jesús convocó a los Doce: llamó a los que quiso para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar (Mc 3,14). La constitución de los doce apóstoles correspondió al nacimiento del nuevo Israel. Aquí, los que están sentados a los pies del Maestro, escuchando su palabra, representan a todos aquellos que siguen a Jesús con la actitud propia del discípulo.
Probablemente estos de dentro son la misma gente que llenó la casa hasta el punto de no dejarle a Jesús ni tiempo para comer (Mc 3,20). Son venidos de todas partes, gente sencilla, muchos de ellos enfermos que han venido para ser curados de sus dolencias. No son fariseos ni expertos en la ley y la religión. Lo cual quiere decir que todos pueden acercarse al Señor, hacerse discípulos suyos y seguirlo, basta tener fe y disposición para recibir su palabra y hacerla vida en sus personas.
Llegaron su madre y sus hermanos y, quedándose afuera, lo mandaron llamar… Jesús recibe el aviso: ¡Oye! Tu madre y tus hermanos están afuera y te buscan. No se dice el nombre de su madre ni de sus hermanos. Tienen aquí una función representativa, son los que están vinculados a Él por lazos de consanguinidad, la comunidad de la que procede, en la que se ha criado.
Jesús respondió: ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y mirando entonces a los que estaban sentados a su alrededor, añadió: Estos son mi madre y mis hermanos.
Antes, el evangelista Marcos captó una mirada de Jesús: cuando en la sinagoga, antes de curar al hombre de la mano seca, miró a los fariseos. Fue una mirada de ira. Ahora vuelve a fijarse en el detalle de la mirada. Pero esta vez es, sin duda, de amor y de acogida a toda esa gente pobre y sencilla que se ha acercado a Él y forman su círculo y Él los quiere como su familia verdadera.
A ese grupo podemos pertenecer. Pero hay que dar el paso de una fe imperfecta a una fe íntima, hecha de adhesión cálida y profunda a la persona de Jesús, cuyo mayor interés en todo era hacer la voluntad de su Padre. Así mismo, el discípulo, sentado a sus pies, aprende de Él a hacer de la voluntad de Dios la norma de su propio obrar. Y se forja entre el Señor y sus discípulos un auténtico parentesco, una familia: Estos son mi madre y mis hermanos.
Se puede estar dentro o estar fuera. Puede uno estar relacionado con Cristo por vínculos humanos, sociales, culturales, ser contado incluso entre los que llevan su nombre, cristianos, pero no tener su parecido, su aire familiar: porque el rasgo más saltante de Jesús, su pasión por hacer en todo la voluntad del Padre, no se refleja en su persona.
Esta posibilidad está abierta a todos, pues a todos llega la misericordia de Dios en Jesús, incluso a los que se sienten alejados de “la casa de Dios”. No es privilegio de unos cuantos el estar cerca del Señor. Se entra al grupo de su familia mediante la escucha obediente de su palabra.
Hay quienes utilizan injustamente este texto sobre los parientes de Jesús para atacar el culto que los católicos damos a María. Lo que admiramos en ella y es motivo de nuestra veneración es precisamente su fe: María es modelo de creyente y figura de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a cumplimiento. 
Ella es bienaventurada porque cree y su maternidad se origina en su fe que la hace escuchar la Palabra y darle su asentimiento para que se encarne en su seno por obra del Espíritu Santo. Lo importante, pues, es pasar como María de un parentesco físico a un parentesco “según el Espíritu”, fundado en la escucha y puesta en práctica de la palabra: “Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu” (2 Cor 5,16).