martes, 21 de noviembre de 2017

Zaqueo (Lc 19, 1-10)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo y Zaqueo, óleo sobre lienzo de Niels Larsen Stevns (1913), Museo de Arte de Randers, Jutlandia, Dinamarca
Habiendo entrado Jesús en Jericó, atravesaba la ciudad. Había allí un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de los cobradores del impuesto y muy rico. Quería ver cómo era Jesús, pero no lo conseguía en medio de tanta gente, pues era de baja estatura. Entonces se adelantó corriendo y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por allí. Llegado a aquel sitio, Jesús alzó los ojos y le dijo: «Zaqueo, baja en seguida, pues hoy tengo que quedarme en tu casa.» Zaqueo bajó en seguida y lo acogió en su casa muy contento. Entonces todos empezaron a criticar y a decir: «Se ha ido a casa de un rico que es un pecador.» Pero Zaqueo dijo resueltamente a Jesús: «Señor, la mitad de lo que poseo se la daré a los pobres y si engañé a alguno le devolveré cuatro veces más.» Jesús, pues, dijo con respecto a él: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también este hombre es un hijo de Abraham. El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.»
En Jesús, Dios busca lo perdido. Paciente y compasivo, busca siempre dar, sostener, rehacer la vida. En Zaqueo, Dios se acuerda de todo ser humano por pequeño que sea y lo restablece, lo vuelve puro (Zaqueo significa el puro). Era jefe de publicanos y muy rico. Por ser publicano, estaba excluido de la salvación según la ley; por ser rico, lo está según el evangelio: difícil que un rico entre en el reino (Lc 18). Es un caso desesperado.
Pero trataba de ver quién era el Señor. Muchos, hasta Herodes, querían verlo por motivos diversos. Zaqueo quiere verlo como cualquier pobre, sin dobles intenciones. Y esto es lo que atrae al Señor, que le dice: Es necesario que me aloje en tu casa.
Pero la turba se lo impedía porque era pequeño. Muchas cosas impiden ver al Señor… Hay que hacerse pequeños. Toda persona es pequeña ante la gloria de Dios. Él nos pide que seamos lo que somos, que reconozcamos nuestra pequeñez. Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por los que lo respetan. Porque Él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos de barro (Sal 103).
Por eso Zaqueo se subió a una higuera. No tenía otra opción... Subirse al balcón o terraza de una casa, imposible; no le habrían permitido entrar en ninguna por ser un publicano. Y allí, subido en su árbol, verá pasar debajo, a sus pies, a un necesitado que busca posada, verá la humillación salvadora del Mesías que quiere alojarse con los débiles y pequeños de este mundo. Entonces lo reconocerá, verá al Señor.
Llegado a aquel sitio, Jesús alzó los ojos. No ve a Zaqueo de arriba abajo, sino al revés, como los humildes que miran de abajo arriba, porque se ha hecho pequeño para servirlos a todos. En Jesús, el Altísimo se ha inclinado para mirar la tierra, para levantar del polvo al desvalido y de la miseria al necesitado (cf. Sal 113, 6s), ha bajado a la humildad de nuestra condición terrena. Las palabras hombre y humilde derivan del latín, humus, que significa tierra. Por eso, cuanto más humildes nos hacemos, más capaces somos de encontrarnos con Dios, porque Dios es humilde.
Jesús le dice: Zaqueo. No sólo le dirige la palabra a un publicano, cosa que las personas decentes evitaban, sino que lo llama por su propio nombre, en señal de amistad y cercanía. Así trata Dios. Así nos llama Dios, por nuestro nombre. En las entrañas de mi madre pronunció mi nombre (Is 49, 1).
Zaqueo bajó en seguida y lo acogió en su casa muy contento. No podía hacer otra cosa, había sido tocado por el amor de Dios; tenía por su parte que acogerlo. Acoger es gesto esencial en el amor. Acoge en su casa a quien no tenía dónde reclinar la cabeza, al Buen Samaritano que dio posada al pobre caído en el camino, y ahora va a Jerusalén, donde lo matarán y hará brotar de su costado abierto la fuente inagotable de alegría (Zac 12,10s). Esa alegría llena ya el corazón de Zaqueo.
Los fariseos murmuraban. No entienden nada. No han acogido al débil, se han hecho incapaces de recibir el corazón nuevo, el corazón puro de los que ven a Dios (Mt 5, 8).
Zaqueo, en cambio, ya ha decidido cambiar. Sabe que su dinero proviene de la extorsión y de la estafa y ha oído quizá a Jesús advertir que la riqueza puede ser perdición, porque lleva a olvidarse de los demás. Reconoce, pues, que debe usar de un modo nuevo su dinero. Y decide hacerlo: La mitad de lo que poseo se la daré a los pobres y si engañé a alguno le devolveré cuatro veces más. Mucho más de lo que la ley judía exigía. El encuentro con Jesús lo hace posible.
Jesús le responde con el anuncio gozoso de la buena noticia para él y su familia: Hoy la salvación ha venido a esta casa. Dios ha entrado en la vida de un hombre infeliz, considerado al margen de los destinados a la salvación.
Dios hace partícipes de sus promesas hechas a Abraham y su descendencia a todos aquellos que se abren por la fe a su amor misericordioso. La justicia divina se ha hecho en Jesús búsqueda salvadora del perdido, como lo hace el buen pastor con la oveja extraviada o un padre con el hijo que se fue de casa. La vida se reconstruye. Jesús busca, llama, invita. Como Zaqueo podemos acogerlo en casa, y quedar transformados por su visita. En la Eucaristía, Él entra en nuestra casa interior, en nuestro corazón, y nos cambia. 

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