martes, 7 de noviembre de 2017

Parábola del gran banquete (Lc 14, 15-24)

P. Carlos Cardó SJ
Los amigos de Jesús, óleo sobre lienzo de Antonio Fillol Granell (1900), Museo del Prado, Madrid, España
Al oír lo que Jesús hablaba, uno de los invitados le dijo: "Dichoso el que tome parte en el banquete del Reino de Dios". Jesús respondió: "Un hombre dio un gran banquete e invitó a mucha gente. A la hora de la comida envió a un sirviente a decir a los invitados: "Vengan, que ya está todo listo". Pero todos por igual comenzaron a disculparse. El primero dijo: "Acabo de comprar un campo y tengo que ir a verlo; te ruego que me disculpes". Otro dijo: "He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas; te ruego que me disculpes". Y otro dijo: "Acabo de casarme y por lo tanto no puedo ir". Al regresar, el sirviente se lo contó a su patrón, que se enojó.
Pero dijo al sirviente: "Sal en seguida a las plazas y calles de la ciudad y trae para acá a los pobres, a los inválidos, a los ciegos y a los cojos". Volvió el sirviente y dijo: "Señor, se hizo lo que mandaste y todavía queda lugar". El patrón entonces dijo al sirviente: "Vete por los caminos y por los límites de las propiedades y obliga a la gente a entrar hasta que se llene mi casa. En cuanto a esos señores que había invitado, yo les aseguro que ninguno de ellos probará mi banquete".
Es un sábado y Jesús está en casa de un jefe de los fariseos que lo ha invitado a comer. Ha curado a un hidrópico haciendo ver a los allí presentes que el atender las necesidades de los demás está por encima de la obligación del descanso sabático. Y al ver que los fariseos pugnan por ocupar los primeros puestos en la mesa, les ha reprendido por su ambición y les ha hecho reflexionar sobre sus preferencias en el trato con los demás. Cuando des una comida o una cena -les ha dicho- no invites a tus amigos, hermanos, parientes o vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te inviten a ti, y con eso quedes ya pagado. No deben preferir a aquellos de quienes pueden sacar algo, sino a aquellos de los que nada se puede obtener, los pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos. La búsqueda de reciprocidad la cambia Jesús por el espíritu de gratuidad, de amor desinteresado.
Uno de los comensales manifiesta su adhesión al pensamiento de Jesús y expresa sus sentimientos en forma de una “bienaventuranza”: ¡Dichoso el que pueda participar en el banquete del Reino de Dios! Conforme a las enseñanzas proféticas, entiende la participación en el banquete como la salvación, la recompensa eterna que recibirán los justos. Seguramente ha oído decir a Jesús que los extranjeros del este y del oeste, del norte y del sur, tendrán acceso al Reino y se van a reunir con Abrahán, Isaac y Jacob y con todos los profetas (Lc 13,28-29). La participación en el banquete del reino no es exclusiva de los judíos.
Jesús aprovecha la ocasión para ampliar su enseñanza sobre el banquete por medio de una parábola, que sintetiza todo lo que ha recomendado durante la comida en casa del  jefe de los fariseos. Como todas sus parábolas, no es difícil entender su significado.
El hombre que organiza una gran cena representa a Dios que ofrece la salvación. Cuando ya todo está preparado manda llamar a los invitados, pero éstos uno tras otro se van excusando, alegando que tienen mucho que hacer en sus tierras o en sus negocios. Se buscan justificaciones, pero la razón de su rechazo a la invitación es que les interesa más el dinero y sus propiedades, los consideran más provechosos y les hacen disfrutar más. Rechazan la invitación y se privan definitivamente de la felicidad del banquete.  Ellos mismos se excluyen. El Señor no obliga a nadie, nadie puede participar en su mesa contra su propia voluntad.
Dos veces más envía el señor de la parábola a sus criados a las plazas y calles de la ciudad  y a las carreteras y caminos a invitar a otra gente. Los primeros, los de las plazas y calles, son los compatriotas de Jesús, pero concretamente los pobres, los inválidos, los ciegos y los cojos, es decir, los sectores más marginados de la sociedad. Los otros, los de los caminos, son un grupo mucho más amplio aún, son los que están más allá de la ciudad, fuera del judaísmo, los extranjeros.
Probablemente estas palabras de Jesús resonaban en la mente del evangelista Lucas cuando, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, las consigna como la motivación que llevó a Pablo y Bernabé a predicar primero a los judíos, pero luego a los extranjeros: A ustedes en primer lugar teníamos que anunciarles la palabra de Dios, pero ya que la rechazan y ustedes mismos no se consideran dignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los paganos (Hech 13,46).
Volviendo al inicio del texto, podríamos decir que la exclamación del comensal que da motivo a Jesús para contar su parábola contiene en su versión original un detalle que vale la pena subrayar. Se suele traducir: ¡Dichoso el que pueda participar en el banquete del Reino de Dios!, pero el original griego del evangelio dice: ¡Dichoso el que comerá pan en el Reino de Dios! La expresión aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento (Gn 37, 25, 2 Sam 9,7 10, 12,20, 2 Re 4,8, Ecl 9,7), pero en la perspectiva cristiana el pan del reino alude inevitablemente al “pan de vida eterna”, el cuerpo del Señor que se nos da en la eucaristía como garantía de la vida eterna.
No son muchos los que acogen la invitación del Señor a compartir su pan, es bajísimo el número de los que van a la eucaristía, pero nos debe animar la frase última de la parábola de Jesús: Anda a las carreteras y caminos y convence a la gente para que entre y se me llene la casa.
Es lo que nos toca hacer: ofrecer, proponer, exhortar adecuadamente y con insistencia para que acepten, por fin, entrar a la sala del banquete. Y aunque no sabemos si la orden del anfitrión se ejecutó o no, la parábola hace suponer que su casa se llenó. Es lo que pedimos en la eucaristía: Reúne en torno a ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos e hijas dispersos por el mundo.

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