sábado, 18 de noviembre de 2017

Lc 18,1-8: Parábola del juez y la viuda

P. Carlos Cardó SJ
La Parábola del juez injusto, óleo sobre panel de madera de Pieter de Grebber (1628), Museo de Bellas Artes de Budapest. 
En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:
«Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: "Hazme justicia frente a mi adversario"; por algún tiempo se negó, pero después se dijo: "Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara"». El Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?, ¿o dejará que esperen? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra? ».
A veces nos preguntamos por qué Dios no escucha nuestras oraciones y no interviene para resolver nuestros problemas o cambiar nuestra suerte. La parábola del juez y la viuda hace ver la eficacia de la oración que alimenta la confianza del creyente.
Esta parábola es similar a la del hombre que va a medianoche a casa de su amigo para pedirle tres panes, porque le ha llegado un huésped y no tiene con qué atenderlo. (Lc 11,5-8). Si el dueño de casa no se levanta a dárselos por ser su amigo, lo hará al menos para que no siga molestando. Asimismo, en el presente texto, el juez inicuo que hacía oídos sordos a las súplicas de la pobre viuda, le hará justicia al menos para que no vuelva a buscarlo. Con ambas parábolas Jesús inculca la necesidad de orar siempre con confianza y perseverancia (Flp 1,4; Rom 1,10; Col 1,3; 2 Tes 1,11).
Un dato significativo es que se trata de una viuda, que en la Biblia representa el estamento más desamparado de la sociedad (Ex 22,21-24; Is 1,17.23; Jr 7,6). En este caso, la viuda, sin esposo ni hijos que la defiendan, enfrenta a un enemigo. La pobre no puede hacer otra cosa que suplicar con insistencia que se le haga justicia. La parábola concluye: si un juez inmoral termina por atender a la viuda, ¿qué no hará Dios por sus hijos e hijas que claman  a Él día y noche? (Dt 10,17-18; Eclo 35,12-18).
La parábola no puede ser interpretada como una invitación a la pasividad. La viuda pone todo de su parte para resolver su problema, insiste hasta la saciedad ante el juez, reclamándole justicia. Por consiguiente, la fe y la oración no consisten en endosarle a Dios lo que corresponde a la propia responsabilidad y esfuerzo.
La fe y la oración no nos eximen de tener que poner los medios a nuestro alcance para solucionar nuestras necesidades; tampoco nos retiran del mundo que debemos procurar transformar. La fe y la oración nos llevan a enfrentar los problemas, a poner solidariamente nuestros talentos al servicio del prójimo que nos necesita y al servicio de la sociedad, a leer desde el evangelio nuestra realidad y a inspirar nuestras acciones con los criterios y valores del reino proclamado por Jesús.
Oración y esfuerzo personal son inseparables y se determinan por entero a la consecución de su objetivo: ver a Dios en todo y verlo todo en Dios, vivir unido a Él en el propio interior, en las relaciones con los demás y en la actuación y trabajo.
De este modo, la fe es el fundamento de la oración y la oración robustece la fe. Por eso el creyente sabe que, después de haber puesto todo lo que está de su parte para hallar solución a los problemas, como si todo dependiera de él, debe tener el coraje humilde de abandonarlo todo en manos de Aquel que ve finalmente lo que más nos conviene y hará mucho más que lo que nuestras débiles fuerzas pueden lograr. 
La parábola del juez tiene un final feliz, como tantas otras, aunque no siempre sucede así en la vida. Porque, en efecto, ¿cuánta gente muere sin que se le haga justicia, a pesar de haber estado mucho tiempo suplicando? ¿Cuántos mártires esperaron en vano la intervención divina en el momento de su ajusticiamiento? ¿Cuántos pobres luchan por sobrevivir sin que se les haga justicia? ¿Cuántos creyentes se preguntan hasta cuándo va a durar el silencio de Dios? En medio de tanto sufrimiento, al creyente le resulta a veces difícil orar, entrar en diálogo con ese Dios a quien Jesús llama “padre”, para pedirle que “venga a nosotros tu reino”.
Pero leyendo páginas bíblicas como ésta se puede ver que Dios no es un omnipotente impasible, sino un ser que sufre, padece, se inclina y hace suya la suerte de sus hijos e hijas que levantan los ojos a Él esperando su misericordia (cf. Salmo 122). Dios escucha sus súplicas. Por eso el pasaje que comentamos se cierra con esta frase lapidaria de Jesús: ¿Dios no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche? ¿Los hará esperar? Les digo que les hará justicia sin tardar (Lc 18,7). 
El cristiano, consciente de la compañía de Dios en su camino hacia la justicia y la fraternidad, no debe desfallecer sino insistir en la oración, pidiendo fuerza para perseverar. Sólo la oración lo mantendrá firme en la esperanza.

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