viernes, 20 de octubre de 2017

Cuidado con la hipocresía (Lc 12, 1-7)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo Predicando (“La petite tombe”), grabado a punta seca de Rembrandt van Rijn (1652, aprox.), Museo Metropolitano de Nueva York, Estados Unidos
En aquel tiempo, se habían reunido miles y miles de personas, hasta el punto que se aplastaban unos a otros. Jesús empezó a hablar, dirigiéndose primero a sus discípulos:
“Cuidado con la levadura de los fariseos, o sea, con su hipocresía. Nada hay cubierto que no llegue a descubrirse, nada hay escondido que no llegue a saberse. Por eso, lo que digáis de noche se repetirá a pleno día, y lo que digáis al oído en el sótano se pregonará desde la azotea. A vosotros os digo, amigos míos: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer más. Os voy a decir a quién tenéis que temer: temed al que tiene poder para matar y después echar al infierno.
A éste tenéis que temer, os lo digo yo. ¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno solo se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados. Por lo tanto, no tengáis miedo: no hay comparación entre vosotros y los gorriones”.
Jesús continúa aconsejando a sus discípulos contra el fariseísmo, aunque se ha ido aglomerando una multitud de personas. Miles se agolpaban…hasta aplastarse unos a otros.
Ahora los quiere hacer conscientes del influjo que puede tener en ellos la mentalidad farisaica y, más en concreto, aquella actitud que caracteriza a los de este grupo y a los escribas y expertos en la ley: la “hipocresía”; una actitud que los miembros de la comunidad de Jesús deben considerar total y decididamente reprobable para que no contamine su conducta ni las relaciones entre ellos.
Jesús compara la hipocresía con la levadura, no en su sentido positivo de elemento necesario para hacer el pan, sino en el sentido de la corrupción que proviene de la fermentación y que afecta a toda la masa. De hecho toda fermentación puede ser vista tanto en su aspecto positivo como en su aspecto negativo. Para Pablo la levadura nueva de la sinceridad y la verdad hace fermentar la masa de la comunidad pascual (1 Cor 5,6-8); para Jesús la hipocresía de los expertos en la ley es la levadura que puede corromper a sus discípulos.
La palabra hipócrita designa en primer lugar al protagonista del coro de las tragedias griegas. Para Jesús, la hipocresía es la doblez, la máscara o disfraz que tapa la verdadera personalidad y el comportamiento de una persona; es el disimulo y la apariencia. Por eso llamará a los fariseos sepulcros blanqueados (Lc 11,44), pues esconden su auténtica realidad con el disfraz de gente recta y piadosa. El discípulo de Jesús no debe dejarse contaminar por esa actitud; al contrario, lo que debe caracterizarlo es la sinceridad y la transparencia plena, sin límites.
Desde Adán, la búsqueda de protagonismo, el disimular las propias limitaciones y debilidades, el pretender la omnipotencia del creador por no aceptarse como criatura,  son las tentaciones que llevan muchas veces a las personas a actuar de manera insensata, crearse conflictos y terminar siendo insoportables para los demás.
Los consultorios de psiquiatras y psicólogos están llenos de gente que, como Adán después de su rebeldía, no saben qué hacer con su desnudez y se llenan de miedos. Jesús viene a quitar el velo de la mentira para llevarnos a la aceptación de nuestra verdad de hijos e hijas amados por Dios. El discípulo no tiene por qué ocultar nada si actúa con transparencia y sencillez en su vida. Y debe estar siempre vigilante porque los comportamientos se asumen por imitación, sobre todo si son formas de comportamiento de personas importantes.
La frase de Jesús que viene a continuación subraya lo dicho. No hay nada escondido que no llegue a saberse… Es una reiterada invitación a hablar con claridad y llaneza, sin dobles lenguajes. Y para inspirar confianza a los discípulos los llama amigos míos. La amistad que despierta confianza aleja el temor.
No teman, dice Jesús repetidas veces en este capítulo. El temor básico es el de la muerte; ya sea la muerte entendida como el final de la vida, o como referida al morir, perder, acabarse, frustrarse algo que amamos y cuya pérdida nos recorta  en algo lo que vivimos o queremos vivir.
De ese miedo a “esa” muerte que toda vida comporta provienen muchas agresividades defensivas y muchas depresiones también y encerramientos de la persona en sí misma, que son una verdadera esclavitud. Sólo se vence ese miedo a la muerte del cuerpo y de las cosas, afirmando la superioridad de otros valores que perduran. Un texto de la carta a los Hebreos afirma la liberación interior, profunda, que Cristo ha venido a ofrecer: vino a compartir con nosotros nuestra condición humana (la carne y la sangre) y librar a aquellos a quienes el miedo a la muerte los tenía esclavizados de por vida (Heb 2,14). 
El Señor no quiere que sus discípulos tengan miedo sino conciencia y responsabilidad. Que no teman a Dios, sino al mal, a la vida echada a perder. El llamado “temor de Dios”, que la Biblia señala como principio de la sabiduría, no es miedo sino respeto. El miedo proviene de la conciencia de nuestra pequeñez, pero es una pequeñez que Dios protege, porque valemos mucho para él. Dios es amor que cuida, es providencia. Su ternura se extiende sobre todas sus criaturas (Sal 145). Providencia del Padre con las aves del cielo y las flores del campo. Ustedes valen más que los pájaros.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.