viernes, 6 de octubre de 2017

¡Ay de ti Corozoaim, ay de ti Betsaida! (Lc 10, 13-16)

P. Carlos Cardó SJ
Sitio arqueológico de Cafarnaúm, con la sinagoga y casas en primer plano.
Fuente: Biblioteca pictórica de tierras bíblicas.
En aquel tiempo dijo Jesús: «¡Pobre de ti, Corazaín! ¡Pobre de ti, Betsaida! Porque si los milagros que se han hecho en ustedes se hubieran realizado en Tiro y Sidón, hace mucho tiempo que sus habitantes se habrían arrepentido, poniéndose vestidos de penitencia, y se habrían sentado en la ceniza. Con toda seguridad Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que ustedes en el día del juicio. Y tú, Cafarnaúm, ¿crees que te elevarás hasta el cielo? No, serás precipitada hasta el lugar de los muertos. Quien les escucha a ustedes, me escucha a mí; quien les rechaza a ustedes, me rechaza a mí; y el que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado.»
A continuación de las instrucciones de Jesús a los discípulos enviados en misión, Lucas incluye estas frases de Jesús que parecen una exclamación de dolor por la ingratitud y rechazo de que ha sido objeto en Galilea, sobre todo en las ciudades de Corozoaím, Betsaida y Cafarnaúm. Ellas, más que otras, han sido testigos de su predicación y de sus milagros pero le han dado la espalda, no han querido escuchar su mensaje, no se han convertido. Por eso las compara con Tiro y Sidón, ciudades paganas de Fenicia, que fueron blanco de las requisitorias de los grandes profetas de la antigüedad.
Con todo, conviene decir que la expresión Ay de ti…, puede ser interpretada no propiamente como amenaza, sino como lamento; en este caso, el dolor de Dios y de Jesús por el mal de sus hijos e hijas. El pecado del hombre provoca el lamento de Dios. La cruz será la expresión máxima de este dolor por la gravedad del mal.
En los libros de Isaías (Is 23, 1-11) y Ezequiel (28, 2-29. 21-24), Tiro y Sidón aparecen como objeto de las amenazas de los profetas porque eran ciudades mercantiles que explotaban a los pobres, y eran símbolos de la injusticia que impide acoger la Palabra de Dios. Sus nombres pasaron a ser sinónimos de condenación, por ser reacias a la conversión. Si hubiera resonado en ellas la llamada de Jesús y hubiesen sido testigos de la grandeza de sus prodigios, sus habitantes hace tiempo que se habrían vestido de saco, se habrían echado ceniza en señal de penitencia y habrían reformado su comportamiento.
Como pasó en Nínive, por la predicación de Jonás (Jon 3,5-9). Sin embargo, Corozaín, Betsaida y Cafarnaúm, a pesar de la predicación de Jesús y de haber sido las ciudades en las que realizó el mayor número de curaciones, se obstinaron en no creer, actuando contra Él con desdén y soberbia. Por eso Jesús las cita, para demostrar la grandeza del don que recibieron, que era capaz de cambiar aun a las ciudades más pecadoras.
Cafarnaum merece una atención especial. Fue el lugar donde el Señor inició y desarrolló la mayor parte de su actividad, razón por la cual fue llamada por los cristianos “la ciudad de Jesús”. Al referirse a ella utiliza las palabras de la sátira que Isaías recitó contra el rey Babilonia (Is 14,4-21), que quiso escalar los cielos como Hélél (“Lucero matinal”) y Sahar (“Aurora”), divinidades astrales de los cananeos, pero cayó en la ruina más absoluta. De modo semejante, advierte Jesús a Cafarnaúm, lo que podía haberle reportado gloria en el día del juicio, no hará más que hundirla en el abismo.
Si Lucas consigna estas frases de Jesús en su evangelio es, sin duda, porque consideraba que contenían un mensaje para los lectores cristianos de las generaciones futuras. Son palabras graves, severas, que amonestan al cristiano que de manera irresponsable se niega a oír la voz que lo llama a conversión.
Cerrarse a la enseñanza del evangelio es rechazar al propio Dios, que para eso envió a su Hijo al mundo: para que todo aquel que escuche su palabra tenga vida eterna. El orgullo con que se le rechaza se puede convertir en una vida definitivamente frustrada. Sodoma, Tiro, Sidón, Nínive, Babilonia… todo lo que Israel consideraba lo peor del mundo, no son nada frente al mal de rechazar la visita del Señor. Así de fuerte es la advertencia de Jesús que, naturalmente, brota de la pasión con que ama a todos y no quiere que ninguno de ellos se pierda.
El texto termina con una identificación de Jesús con los enviados; su ser y su actuar se continúan en ellos: el que a ustedes escucha, a mí me escucha… Les habla de dificultades, rechazos y persecuciones, pero termina haciendo un elo­gio de todo aquel que los acoge porque actúan en su nombre y son sus discípulos. Quien los escucha con el corazón, acoge al Señor, Palabra de Dios encarnada. Quien los desprecia, desprecia al  autor de la vida. Al ser rechazados se produce una identificación con Él, el más rechazado, la piedra angular rechazada. 

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