jueves, 31 de agosto de 2017

Estén atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor (Mt 24, 42-51)

P. Carlos Cardó, SJ
Paisaje con la caída de Ícaro, óleo sobre lienzo atribuido a Pieter Brueghel el viejo (1554-55), 
Museos Reales de Bellas Artes, Bruselas, Bélgica
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Velen y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor. Tengan por cierto que si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa. También ustedes estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre.Fíjense en un servidor fiel y prudente, a quien su amo nombró encargado de toda la servidumbre para que le proporcionara oportunamente el alimento. Dichoso ese servidor, si al regresar su amo, lo encuentra cumpliendo con su deber. Yo les aseguro que le encargará la administración de todos sus bienes.Pero si el servidor es un malvado, y pensando que su amo tardará, se pone a golpear a sus compañeros, a comer y emborracharse, vendrá su amo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará severamente y lo hará correr la misma suerte de los hipócritas. Entonces todo será llanto y desesperación".
Este texto corresponde al llamado discurso escatológico de Jesús. En él responde a quienes le preguntan “cuándo” será el fin del mundo. Hace ver que el “cuándo” es siempre, el tiempo de lo cotidiano; es allí donde se realiza el juicio de Dios. En nuestra existencia de todos los días se decide nuestro destino futuro en términos de salvación o perdición, de estar con el Señor o estar lejos de él. La vida o la muerte dependen de cumplir o no la palabra que el Señor nos ha dirigido: Mira que pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal… ¡Elige pues la vida! (Dt 30 15-20). Al final se recoge lo que se ha sembrado.
Con una comparación y una parábola, el texto nos hace ver en qué consiste la actitud de vigilancia. La comparación del amo de casa que no sabe cuándo vendrá el Señor exhorta a poner cuidado para que la muerte no sorprenda. Con imágenes propias de la cultura de su tiempo, la parábola advierte que en lo cotidiano nos jugamos nuestra realización definitiva o nuestro fracaso. No en acontecimientos extraordinarios, sino en los de cada día construimos o echamos a perder nuestra morada eterna. Por tanto, hay que estar preparados, vigilantes, en vela.
Esta actitud significa ser consciente de que ante un acontecimiento futuro imprevisible y de carácter decisivo para el destino de la persona, no se puede estar dormido, despreocupado o indolente. Discernir las cosas y vigilar nos sirve para ver a Dios con nosotros en la vida de todos los días. Quien lo busca y reconoce, con hechos y no sólo con palabras, lo encuentra.
La parábola describe la actitud que puede asumir un empleado a quien su jefe pone al frente de todos sus trabajadores para que los provea de lo que necesitan. Puede cumplir bien el encargo que se le da o puede hacer de las suyas, aprovechándose de la ausencia de su patrón. Se le ha dado una gran responsabilidad; de él depende comportarse como es debido o sufrir las consecuencias. Si cumple, el jefe lo premiará, promoviéndolo a administrador general de todos sus bienes. Si no cumple, será despedido.
La descripción del castigo –con el rigor que merecen los hipócritas–, hace referencia probablemente a los fariseos y maestros de la ley, así como a todos los que dicen una cosa y hacen otra, tienen una apariencia de fidelidad a la ley pero son y actúan de manera contraria y, finalmente, no escuchan ni cumplen la voluntad de Dios revelada en Jesucristo.
Por el tono alegórico del relato, el amo de casa podría representar a los dirigentes: son los que el Señor ha puesto al frente de su casa y son ellos los primeros que han de cultivar la actitud de vigilancia, obrando con justicia y caridad. Siervos son todos los miembros de la comunidad cristiana. Se les exhorta a imitar a Jesús, que se hizo siervo de todos. Ellos reciben la misma responsabilidad de servir la vida de los demás haciendo oportunamente lo que se debe. Y deben mostrarse fieles y vigilantes porque, de lo contrario, puede volver el Señor de improviso y quedar ellos en una situación comprometida.
El pensamiento errado: Mi Señor tarda, puede reflejar la situación de la Iglesia primitiva que ha dejado ya de pensar en la inminencia del regreso de Jesús, y por ello ha perdido fervor y la relajación de costumbres ha comenzado a hacer mella en sus comunidades. La referencia a la persona de Jesús (la memoria Iesu) y a sus enseñanzas significa una constante llamada a la conversión de todos los miembros de la comunidad cristiana. Sólo así pueden saber qué hacer en cada momento de su vida.
Texto como éstos, lejos de pretender asustarnos, nos invitan a la responsabilidad con nosotros mismos. El miedo y el sentimiento psíquico de culpabilidad no bastan para construir una personalidad consistente, aunque en determinadas circunstancias pueden cumplir una función orientadora de la conducta del yo.
Lo que debemos ser en todo momento se nos muestra contemplando a Jesús. Mirarlo a Él es ver cómo se puede vivir una vida plena. De hecho, lo que llamamos juicio de Dios sobre nosotros no es otra cosa que el juicio práctico que hacemos ahora de Jesús: lo aceptamos como nuestra norma de vida o lo negamos, lo servimos en los hermanos o pasamos de largo.

miércoles, 30 de agosto de 2017

El grano de mostaza y la levadura (Mt 13, 31-35)

P. Carlos Cardó, SJ
Santa Rosa de Lima, óleo sobre lienzo de Claudio Coello (1683), Museo del Prado, Madrid
En aquel tiempo, Jesús propuso esta otra parábola a la muchedumbre: "El Reino de los cielos es semejante a la semilla de mostaza que un hombre siembra en su huerto. Ciertamente es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando crece, llega a ser más grande que las hortalizas y se convierte en un arbusto, de manera que los pájaros vienen y hacen su nido en las ramas".Les dijo también otra parábola: “El Reino de los cielos se parece a un poco de levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, y toda la masa acabó por fermentar". Jesús decía a la muchedumbre todas estas cosas con parábolas, y sin parábolas nada les decía, para que se cumpliera lo que dijo el profeta: Abriré mi boca y les hablaré con parábolas; anunciaré lo que estaba oculto desde la creación del mundo”.
Jesús había anunciado la buena noticia de la venida del reino. Su predicación debió suscitar una gran expectativa de la gente y de sus propios discípulos, que creyeron poder asistir al esplendor de su reinado. Pero pronto observaron que no había nada glorioso en la persona de Jesús y en su actuación; al contrario, se situaba fuera de las esferas de poder político y religioso y actuaba con sencillez, casi en anonimato, en aldeas y pequeñas ciudades de la región pobre de Galilea. Muchos se desilusionaron y le dieron la espalda descontentos. No veían nada del esplendor del mesías tal como ellos se lo imaginaban. Frente a esta reacción de la gente, Jesús toma posición clara con esta parábola.
La parábola compara el reino de Dios a la semilla de mostaza, que tiene una proverbial característica: siendo pequeñísima puede llegar a medir dos o tres metros de altura y se cuenta entre las mayores hortalizas. Los oyentes de Jesús debieron quedar sorprendidos, porque la grandeza del reino de Dios, que traería consigo el triunfo sobre los enemigos de Israel y el restablecimiento de la monarquía de David, sugería más bien la imagen de un árbol frondoso y no la de una pequeña semilla. De hecho así aparece en Ez 17,22-24: Dice el Señor: Tomaré la copa de un cedro y de la punta de sus ramas un tallo y lo plantaré en un monte elevado; lo plantaré en un monte alto de Israel, y echará ramas y dará frutos y se hará cedro magnifico. Toda clase de pájaros anidarán en él.
Evidentemente, en la parábola Jesús habla de su propia actividad. El reino que él anuncia se hace presente con las curaciones de enfermos y los signos que realiza para sanar los corazones afligidos, no con la movilización de los ejércitos celestiales y el derrocamiento de los romanos. Este comienzo nada grandioso tendrá un desarrollo  inesperado. Jesús invita a la confianza y a un cambio de mentalidad, concretamente de las ideas corrientes sobre el reino de Dios en Israel. El señorío de Dios ha comenzado realmente con él y se están viviendo ya los tiempos mesiánicos. Sin embargo, es como una realidad que no ha desplegado aún toda su potencialidad y riqueza. Es una semilla plantada, una realidad incipiente, apenas perceptible, pero que irá creciendo y sólo al final alcanzará su plenitud. Ahora, su presencia está como escondida, es pobre, parcial e imperfecta, pero entre el presente y el futuro último hay una continuidad fundamental irreversible. La justicia, la paz y todos los bienes prometidos se van realizando de manera parcial pero segura, como garantía de la esperanza, en la pobreza de la predicación de Jesús y de sus discípulos. En ella, como en el granito de mostaza está contenida la grandeza del arbusto.
Desde otra perspectiva, la pequeñez de la semilla hace pensar en Cristo, grano caído en tierra. En él se cumple plenamente el designio de Dios y su modo de ser y de actuar: un Dios que se abaja hasta aparecer en la pequeñez de nuestra carne, en la indefensión del niño nacido en Belén. No cabe desilusión alguna. Se impone un cambio de mente para comprender el misterio de un mesías pobre y humilde y de su reino que viene de su misma debilidad. Es una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica de su reino: según la cual, el mayor es quien se ha hecho el más pequeño de todos (Lc 9,48; 22,26ss). Toda la esperanza cristiana como espera del futuro tiene su fundamento y justificación en el obrar de Dios en la persona y palabra de Jesús.
Muy similar a la anterior, la parábola de la levadura contiene el mismo mensaje: la semilla y la pequeña porción de levadura muestran la fuerza transformadora que tiene la persona y predicación de Cristo con relación al mundo para instaurar en él el reino de Dios. Lo que se destaca es que la levadura se oculta en la harina, pero hace fermentar calladamente toda la masa. Así ocurre con el reino de Dios: se desarrolla ocultamente en un proceso incesante hasta su plenitud.
Jesús realiza su actividad en lo escondido, sin el esplendor triunfal que se esperaba del mesías. Sin embargo, en él despunta el germen de la realeza de Dios y del nacimiento de una nueva humanidad liberada. Dios se pierde, se oculta, se mezcla hasta cargar con la debilidad y el pecado en su Hijo entregado. Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades (Is 53, 4; Mt 8,17). Cristo se ha hecho para nosotros levadura (Gal 3,13; 2Cor 5,21), cordero que carga el mal de este mundo (Jn 1,29).
Deber de los cristianos es descubrir y transmitir la verdad oculta (10, 26s; cf. 5, 13-16). Así harán fermentar el mundo.

Nota: Este texto evangélico fue comentado el día 31 de julio

martes, 29 de agosto de 2017

La muerte de Juan Bautista (Mc 6, 14-29)

P. Carlos Cardó, SJ
Salomé con la cabeza de Juan Bautista. Óleo sobre lienzo de Carlo Dolci (1665-1670), The Royal Collection, Reino Unido
En aquel tiempo, Herodes había mandado apresar a Juan el Bautista y lo había metido y encadenado en la cárcel. Herodes se había casado con Herodías, esposa de su hermano Filipo, y Juan le decía: "No te está permitido tener por mujer a la esposa de tu hermano". Por eso Herodes lo mandó encarcelar. Herodías sentía por ello gran rencor contra Juan y quería quitarle la vida, pero no sabía cómo, porque Herodes miraba con respeto a Juan, pues sabía que era un hombre recto y santo, y lo tenía custodiado. Cuando lo oía hablar, quedaba desconcertado, pero le gustaba escucharlo.La ocasión llegó cuando Herodes dio un banquete a su corte, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea, con motivo de su cumpleaños. La hija de Herodías bailó durante la fiesta y su baile les gustó mucho a Herodes y a sus invitados. El rey le dijo entonces a la joven: "Pídeme lo que quieras y yo te lo daré". Y le juró varias veces: "Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino".Ella fue a preguntarle a su madre: "¿Qué le pido?". Su madre le contestó: "La cabeza de Juan el Bautista". Volvió ella inmediatamente junto al rey y le dijo: "Quiero que me des ahora mismo, en una charola, la cabeza de Juan el Bautista".El rey se puso muy triste, pero debido a su juramento y a los convidados, no quiso desairar a la joven, y enseguida mandó a un verdugo que trajera la cabeza de Juan. El verdugo fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una charola, se la entregó a la joven y ella se la entregó a su madre.Al enterarse de esto, los discípulos de Juan fueron a recoger el cadáver y lo sepultaron.
La muerte de Juan anticipa la de Jesús. En su martirio, el profeta revela la verdad de la causa a la ha entregado su vida; demuestra que hay valores que valen más que la vida.
La fama de Jesús se había extendido y el rey Herodes oyó hablar de él. La fe se transmite por la palabra. Pero Herodes no es capaz de alcanzarla: escucha cosas pero no las entiende y queda confundido. Se destaca este rasgo de su personalidad: es un confundido, voluble, influenciable. Le llegan las distintas opiniones que circulan sobre Jesús, y él cavila: ¿será Juan Bautista a quien yo mandé matar? Respetaba a Juan, lo tenía por santo y lo protegía, pero lo que decía lo dejaba confundido, y al final se dejará influenciar por el qué dirán y por su mujer, y lo mandará matar.
Pablo hablará de los que ocultan la verdad por las cosas malas que hacen (Rom 1,18). Estas cosas malas en el caso de Herodes son su escandalosa unión con la mujer de su hermano, la opulencia que exhibe en su corte y el despotismo con que gobierna.
¡No te es lícito tener la mujer de tu hermano!, le había dicho Juan. Por eso Herodías lo odiaba y quería matarlo, pero no podía. Los corruptos sienten como una amenaza a todo aquel que les hace ver su delito. Al no hallar la forma de desmentir la denuncia, querrán acabar con él, pensando que así quedarán tranquilos. Es lo que quiere Herodías pero no puede porque el rey respeta a Juan.
La oportunidad se presentó cuando Herodes, en su cumpleaños, ofreció un banquete. El banquete en la Biblia es uno de los más bellos símbolos de la unión definitiva de Dios con sus hijos. El banquete de Herodes, en cambio, es la fiesta del mundo, en la que la belleza y el placer, representados en la muchacha y en su danza, ya no dan vida sino producen muerte. La mentalidad de Herodes todo lo pervierte. Celebra el aniversario de su nacimiento dando muerte al inocente. Por eso Jesús pondrá en guardia a sus discípulos para que no se dejen contaminar por la levadura de los fariseos y de Herodes (Mc 8, 15), porque esa mentalidad tiene un fuerte impacto social. Se difunde hasta hoy.
La hija de Herodías bailó y dejó embelesados a Herodes y a los invitados. Pídeme lo que quieras y te lo daré, le dijo el rey, y añadió: Te daré hasta la mitad de mi reino. Movido por el engaño de su torcido corazón, o por inconsciencia o mala voluntad, el hombre se cree obligado a cumplir sus promesas erradas. Es muy común este quedar entrampado el sujeto en sus contradicciones.
La muchacha, instigada por su madre, le pidió la cabeza del Bautista. La búsqueda desordenada de la propia seguridad, del mantenimiento de la posición adquirida y de los intereses individuales ciega el corazón de las personas y las induce al crimen. El proceder de los tres personajes que focalizan la escena –el rey, la hija y la madre– tipifican los horrores de muerte que causa la corrupción en la sociedad.
La joven, sin personalidad, incapaz de decidir por sí misma, encuentra su seguridad en endosarle a la madre la decisión a tomar: ¿qué pido? La madre instrumentaliza pérfidamente a su hija para lograr su cometido de mantener la relación escandalosa con el rey. La ceguera del corazón pone el propio interés por encima de la vida de un inocente. Y el rey, finalmente, queda entrampado en sus propias dependencias: cegado por su sensualidad, que ha quedado incitada por la belleza de la joven, comete la insensatez de prometerle hasta la mitad de su reino; esclavo de su poder y prestigio, no puede desairar a la joven ni dejar de cumplir el juramento hecho ante los convidados; sometido a su mujer, acatará su voluntad asesina a pesar de la tristeza que siente.
Queda patéticamente contrapuesta la grandeza de Juan Bautista, que muere por su libertad de palabra y por su fidelidad a la misión recibida, y la bajeza de Herodes y los suyos, cuya falta de conciencia les lleva a pisotear los valores más fundamentales.
El relato concluye con una nota de piedad, que señala, además, el epílogo de la vida y misión del Bautista : vinieron sus discípulos, recogieron su cuerpo, le dieron sepultura…
Finalmente puede verse aludido en el pasaje el tema de la ética política que aporta el cristianismo. El cristiano fiel a sus principios nunca podrá dejar de tener una postura crítica frente a las maniobras injustas de los poderosos y las actuaciones corruptas de gobiernos en los que reinan muchas veces la hipocresía, el sometimiento servil al gobernante y las alianzas para delinquir.
Muchos, con razón, señalan que el delito de Juan Bautista –que se prolonga en el de muchos cristianos hoy– consistió en no quedarse con la boca cerrada.
Nota: Este texto evangélico fue comentado el día 3 de febrero.


lunes, 28 de agosto de 2017

Invectivas contra fariseos y maestros de la ley (Mt 23, 13-22)

P. Carlos Cardó, SJ
Cristo acusado por los fariseos, detalle de La Maestá, temple sobre tabla de Duccio Di Buonisegna (1308-1311), Museo dell'Opera Metropolitana del Duomo, Siena, Italia
En aquel tiempo, Jesús dijo a los escribas y fariseos: "¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, porque les cierran a los hombres el Reino de los cielos! Ni entran ustedes ni dejan pasar a los que quieren entrar. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que recorren mar y tierra para ganar un adepto y, cuando lo consiguen, lo hacen todavía más digno de condenación que ustedes mismos!¡Ay de ustedes, guías ciegos, que enseñan que jurar por el templo no obliga, pero que jurar por el oro del templo, sí obliga! ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro o el templo, que santifica al oro? También enseñan ustedes que jurar por el altar no obliga, pero que jurar por la ofrenda que está sobre él, sí obliga. ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar, que santifica a la ofrenda? Quien jura, pues, por el altar, jura por él y por todo lo que está sobre él. Quien jura por el templo, jura por él y por aquel que lo habita. Y quien jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por aquel que está sentado en él".
El texto es continuación del discurso contra la hipocresía de los fariseos y escribas. Al leerlo conviene pensar qué posible aplicación tiene al día de hoy, pues el fariseísmo sigue siendo un peligro para todas las religiones y para la Iglesia.
Fariseo significa puro; eso se creían los miembros de este partido. Jesús pone en guardia contra el peligro de convertir su comunidad en una secta de puros. Asimismo, el fariseísmo aparece cuando se dictan normas para que otros las cumplan y cuando no se pone en práctica lo que se enseña. Fariseísmo es servirse de la Palabra (de la Iglesia, de las instituciones religiosas, incluso de las normas morales) para obtener algún beneficio propio, aprobación y gloria vana según el mundo, pero no la gloria de Dios.
Los fariseos de todos los tiempos exhiben su religiosidad o su saber de las cosas de religión y moral para aparecer como grandes, doctos, eruditos que están para enseñar pero no para aprender. El fariseísmo se infiltra bajo apariencia de bien, disfrazado con la máscara de la observancia de las normas y preceptos; presenta el evangelio como ley, no como lo que es: buena noticia de la comunicación y comunión entre Dios y sus hijos e hijas.
Las contradicciones que Jesús desenmascara en este discurso son: la hipocresía del decir y no hacer, el celo por buscar prosélitos para asemejarlos a ellos y no llevarlos a Dios, el legalismo y la falta de discernimiento, el ser intachable en lo exterior pero perverso en su interior (sepulcros blanqueados), la dureza para juzgar a los demás y la incapacidad para soportar el juicio de la verdad.
El «ay» profético que Jesús pronuncia tres veces por el mal proceder de los fariseos y escribas, no es de lamento por una situación triste, sino de advertencia severa del fin desastroso al que se encaminan por confundir a la gente. Son los enemigos de Jesús, responsables directos de que la mayoría del pueblo de Israel no creyera en Él. Es como un ajuste de cuentas decisivo a los malos dirigentes. Tres veces los llama «hipócritas», por vivir en contradicción entre lo que dicen y lo que hacen. Son lo contrario de lo que deben ser los discípulos de Jesús que escuchan la palabra de Dios que él les comunica y la llevan a la práctica (cf 7,24-27).  
El primer «ay» es porque los maestros de la ley y los fariseos, haciéndose los jueces de vivos y muertos, cierran la puerta del reino de los cielos, es decir, de la salvación, a los que se les antoja, sin advertir que haciendo eso, ellos mismos se condenan.
Pedro, como representante de la comunidad cristiana, recibió las llaves para, en nombre de Cristo, abrir a los fieles las puertas del reino de los cielos (Mt 16, 19) mediante la transmisión oficial y normativa de los contenidos de la fe cristiana. Los letrados y fariseos, en cambio, considerados los intérpretes oficiales de la ley, centraban su práctica en la búsqueda de la pureza exterior, dejando de lado el núcleo más importante de la ley: la misericordia, el derecho y la fidelidad. Obrando así ellos mismos quedaban fuera de la justicia del reino y confundían a la gente en vez de guiarla a cumplir lo que Dios quiere.
El segundo “ay” amplía la denuncia anterior. Los letrados y fariseos, que no permiten entrar a las personas en el reino de los cielos, realizan sin embargo una tenaz actividad proselitista para convertir a la fe de Israel y a la observancia rigorista de la ley a gentes de otras naciones. Pero una vez convertidos los volvían más fanáticos aún que ellos mismos y por ello doblemente merecedores de la perdición. La expresión que se emplea es exagerada, pues los fariseos no recorrían “mar y tierra” para “hacer un solo prosélito”, pero sí hacían enormes esfuerzos para lograrlo.
El tercer “ay” es para los mismos leguleyos a quienes califica de torpes y ciegos porque se valen de triquiñuelas para exonerar a quienes les interesa de las obligaciones morales que han contraído con sus promesas y juramentos. Estos “guías ciegos” mantenían a las personas en su ceguera. Son, por tanto, el polo opuesto del único Maestro, Jesús, que abolió los juramentos y los sustituyó por la veracidad de la palabra dada, que compromete totalmente a la persona.
Aunque estas formulaciones evangélicas no son fáciles de comprender en su literalidad, queda clara a los lectores de hoy la enseñanza de Jesús acerca de la honestidad personal y la necesidad de refrendar con la propia conducta la fe que se profesa. Por lo demás, la labor evangelizadora de la Iglesia no ha de tener como objetivo el buscar prosélitos, sino crear fraternidad y promover de manera integral a las personas para que sean libres y responsables. 

domingo, 27 de agosto de 2017

Homilía del domingo XXI del Tiempo Ordinario - ¿Quién dicen que soy yo? (Mt 16,13-19)

P. Carlos Cardó, SJ
La entrega de las llaves, óleo sobre lienzo de Rafael (1515), Victoria and Albert Museum, Londres
Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas.»Entonces, él les preguntó: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.» Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo, a mi vez, te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos.»
Es un texto que hemos meditado muchas veces. Corresponde al diálogo que Jesús tiene con sus apóstoles cuando están subiendo a Jerusalén donde va a ser entregado. En este contexto, les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las opiniones que circulan sobre el Maestro.
Unos, impresionados por la vida austera y la muerte de Juan Bautista piensan que ha vuelto a la vida. Otros que se trata de Elías, enviado a consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar el reino de  Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros identifican a Jesús con Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión y fue martirizado por los dirigentes del pueblo. Otros en fin ven en Jesús un profeta más.
¿Quién dicen ustedes que soy yo?, les dice. Quiere saber qué piensan de Él y qué esperan. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz. Entonces Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Estas palabras no han podido nacer de su genial perspicacia. Como el resto de discípulos, Pedro no es un hombre instruido, es un pobre pescador de Galilea. Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial.
Por eso le dice Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora ya todo cambia, Jesús puede manifestarles claramente el misterio del destino redentor que le aguarda. Él es el enviado definitivo, el Mesías que entregará su vida por la humanidad, será crucificado y resucitará por la fuerza de Dios, su Padre.
¿Quién dice la gente que es Jesús? A esta pregunta la gente de hoy seguramente puede dar muchas respuestas y todas positivas. Recordarán, por ejemplo, que con su personalidad atraía a multitudes de toda condición y que a nadie le hacía sentirse distante de Él. Reconocerán que sus palabras tocan el interior de las personas y tienen una actualidad que difícilmente se encuentra en otros maestros de la humanidad. Apreciarán su autenticidad y transparencia, la coherencia con que cumplía lo que enseñaba y decía siempre la verdad, hasta el punto de que sus mismos enemigos llegaron a que reconocer: Eres honesto, no te dejas influenciar por nadie, no haces acepción de personas (Mt 22,16). Se asombrarán de su sensibilidad humana, que le hacía conmoverse ante las necesidades de los demás, y lo movía a actuar de inmediato para resolverlas. Admitirán, en fin, como síntesis de todo, que pasó haciendo el bien (Hech 10, 38) y nos enseñó que es más feliz el dar que el recibir (Hech 20, 35).
De la respuesta que se dé a la pregunta: ¿quién dicen que soy yo?, se seguirán las diversas formas de concebir y vivir la fe. Un ideal ético de valores y actitudes que ayuda a vivir bien consigo mismo y con los demás; una conciencia social que compromete en la lucha por la justicia; un referente sobrenatural más o menos mítico o mágico, al que se remiten las propias incógnitas e inseguridades; una cosmovisión filosófica –enunciados y argumentos­– que dan razón de la causa y del sentido de la realidad; un conjunto de prácticas religiosas, oraciones, invocaciones de alabanza y súplica que ordenan los días del año con descansos y festividades fijadas por la costumbre del grupo cultural al que se pertenece… Todo eso puede ser más o menos bueno, más o menos humanizador, pero allí no hay una relación con alguien, no hay un cara a cara, en el que se conoce a Jesucristo cada vez más internamente y se le ama hasta desear ir tras él.
Por esa fe, que no es algo que le brota de su ingenio, Pedro es hecho el Vicario de Cristo. Tú serás llamado piedra, le dice Jesús, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia. No es la iglesia de Pedro, es mi iglesia, le dice Jesús, y tú, Pedro, la tendrás que conservar en la unidad, por lo cual todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.
Pedro tendrá las llaves, que significan el servicio de interpretar auténticamente lo que es conforme a la fe revelada y lo que la recorta, desvía o contradice. La Iglesia es la comunidad de los que profesan una misma fe, cuyos contenidos la misma Iglesia, con Pedro, interpreta y salvaguarda. 

sábado, 26 de agosto de 2017

Las actitudes de los fariseos (Mt 23,1-12)

P. Carlos Cardó, SJ
Jesús y los fariseos, acuarela de James Tissot (1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York
En aquel tiempo, Jesús dijo a las multitudes y a sus discípulos: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Hagan, pues, todo lo que les digan, pero no imiten sus obras, porque dicen una cosa y hacen otra. Hacen fardos muy pesados y difíciles de llevar y los echan sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con el dedo los quieren mover. Todo lo hacen para que los vea la gente. Ensanchan las filacterias y las franjas del manto; les agrada ocupar los primeros lugares en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; les gusta que los saluden en las plazas y que la gente los llame "maestros".Ustedes, en cambio, no dejen que los llamen "maestros", porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A ningún hombre sobre la tierra lo llamen "padre", porque el Padre de ustedes es sólo el Padre celestial. No se dejen llamar "guías", porque el guía de ustedes es solamente Cristo. Que el mayor de entre ustedes sea su servidor, porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido".
El fariseísmo es una tentación en cualquier religión: practicar las buenas obras, orar,  asistir a los oficios religiosos, cumplir con las tradiciones piadosas, todo puede dar pie a la búsqueda de aprecio y alabanza, o a la fatuidad de una piedad exterior que no va acompañada de la rectitud interior y del testimonio de una vida verdaderamente honesta. Por eso, fariseísmo es sinónimo de hipocresía.  
En la cátedra de Moisés se han sentado los maestros de la ley y los fariseos. Ustedes hagan lo que ellos digan pero no imiten su ejemplo porque no hacen lo que dicen. Jesús no ataca a la autoridad magisterial que, desde Moisés hasta los escribas y rabinos (muchos de los cuales eran de la secta de los fariseos) se ejercía en la “cátedra” de las sinagogas. Lo que Él censura es la incoherencia, el decir y no hacer, el predicar una doctrina buena y llevar una conducta que deja mucho que desear.
Palabras, sermones, cartas, pronunciamientos son necesarios, y atacarlos en bloque sería una necedad. Lo censurable es la incoherencia entre lo que se predica y lo que se vive. No basta predicar, es necesario practicar; entonces la enseñanza se hace creíble. Cuando las obras no corresponden a las palabras, se da un antitestimonio que, en vez de hacer el bien, escandaliza, confunde y desanima.
Fariseísmo es también equiparar la fe a una teoría que se aprende y se transmite, pero que no cambia a la propia persona. Se pude saber mucho de religión y no practicarla. Además, el evangelio no es algo que se dice para que otros lo cumplan, sino para, en primer lugar, aplicárselo a sí mismo y luego transmitirlo. Sólo así la enseñanza es eficaz.
Fariseísmo es sinónimo también de legalismo. Ocurre cuando se propone el evangelio como un conjunto de deberes y no como lo que es: buena noticia, don del amor de Dios que capacita para amar a los demás como Él nos ama. Contra este fariseísmo actúa el Espíritu que hace ver las leyes y normas morales y religiosas no como un fin, sino como medios para realizar lo que él nos inspira.
Sin el Espíritu que da vida, la ley mata, se convierte en hipocresía, pervierte la fe, tranquiliza la conciencia y da la falsa seguridad de sentirse salvado. La ley de Cristo es el corazón nuevo que Dios crea en nosotros: el amor que hace cumplir la voluntad de Dios. Esta ley está inscrita en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Guiado por ella, el cristiano distingue en su interior las variadas formas de egoísmo con que puede engañarse y discierne la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rom 12, 2).
Fariseísmo es buscar la seguridad de las normas y de lo que está mandado. Se puede, sí, aparecer como fervoroso, observante y “seguro”, pero se corre el riesgo de envanecerse con la propia fidelidad hasta despreciar a los demás, actuar por el deber y no con la gratuidad del amor y, lo que es peor, creerse autor de su propia santidad.
Desde el inicio de su predicación, en el sermón del monte (Mt 6, 1-18),  Jesús reprobó la ostentación farisaica. Lo hizo al enseñar el verdadero sentido de la oración, el ayuno y la limosna –tres pilares de la religión– que pueden convertirse en exhibicionismo espiritual para ganar fama entre la gente. Es lo que hacen los fariseos que alargan sus filacterias y distintivos religiosos y les gustan los primeros puestos en los banquetes y asambleas.
Jesús ha venido a revelarnos que Dios es Padre y que todos somos hijos y hermanos. Él nos hace ver como bueno lo que ayuda a vivir como hijos de Dios y hermanos entre nosotros, y como malo lo que lo impide. Por eso aconseja no llamar a nadie maestro, padre o jefe. Y aunque no se trata de quedarnos en la literalidad de su enseñanza, pues de hecho Pablo se llama padre (1 Cor 4,15) y doctor y maestro de los gentiles (1 Tim 2, 2 Tim 1), es ridículo ufanarse de los títulos clericales o religiosos y confundir respeto a la autoridad con el uso de tratamientos que, por lo demás, ya nadie entiende.
Lo que hay que procurar es humildad y no orgullo, modestia y no vanidad, sencillez y no ostentación, servicio y no dominio o afán de poder. Hoy la “cultura mediática” exige quizá más que antes el cuidado de la imagen y siempre habrá que velar para que “la mujer del César sea no sólo honesta sino que lo parezca”. Pero mucho mayor cuidado hay que tener con las relaciones basadas en convencionalismos y con las apariencias que enmascaran malas conductas. El evangelio exige no dejarnos contaminar por este ambiente de la apariencia y mentira.

viernes, 25 de agosto de 2017

El mandamiento más importante (Mt 22, 34-40)

P. Carlos Cardó, SJ
Las siete obras de misericordia, óleo sobre cobre de David Teniers (1640), Museo del Louvre, París
En aquel tiempo, habiéndose enterado los fariseos de que Jesús había dejado callados a los saduceos, se acercaron a Él. Uno de ellos, que era doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?"Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primero de los mandamientos. Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se fundan toda la ley y los profetas".
Los fariseos plantean a Jesús una pregunta fundamental sobre la fe: cuál es el mandamiento principal, por el que ha de regirse el verdadero creyente. Jesús responde con el credo que todo buen israelita debe recitar cada día, el llamado “Shemá Israel”: Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas. Y añade a continuación que el segundo mandamiento es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Ambos mandamientos estaban en la Escritura. El primero, en el Deuteronomio 6,4-9 y el segundo, en el Levítico 19,18b. El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición del hombre a amarlo con todo su ser, como lo más decisivo de la fe. El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado bajo la enorme cantidad de deberes, ritos, purificaciones, prohibiciones y castigos que contiene el libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto.
Se podría pensar que el más importante de estos dos amores es el primero porque Dios es lo primero y porque sin referencia a Él, de quien nos viene todo, no podemos hacer nada. Pero San Juan dice en su 1ª Carta (4,20) que quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve, es decir, que el amor a Dios pasa necesariamente por el amor a los demás. Y San Pablo es aún más tajante: Todo mandamiento queda contenido en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Rom 13,9). Y añade que la ley entera queda cumplida con este único mandamiento: amarás al prójimo como a ti mismo (Gal 5,14). Por último, el mismo Jesús dejó en su última cena un único mandamiento: Ámense los unos a los otros (Jn 15,17).
Los dos mandamientos son semejantes entre sí, más aún, son una misma realidad vista en sus dos dimensiones inseparables y recíprocas, que no se dan la una sin la otra. Jesús subrayó esta unidad y la originalidad suya consistió en hacernos ver que en Él, Hijo de Dios hecho prójimo nuestro, se unen el amor a Dios y el amor al prójimo en una unidad perfecta, hasta convertirse en uno solo. El amor es uno solo: el de Dios que se nos ha revelado, nos ha salvado en su Hijo Jesucristo, ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo y nos hace capaces de amarnos los unos a los otros.
El amor procede de Dios y hay que acogerlo y cuidarlo con esmero. Es lo más fuerte que hay y a la vez lo más vulnerable, porque siempre se puede abusar de él. Pero a quien permanece fiel al amor recibido se le concede poder cumplir el mandamiento del Señor: Ámense unos a otros como yo los he amado (Jn 13, 34). De este amor dice San Pablo que es paciente y bondadoso; no tiene envidia, no es jactancioso ni arrogante; no se porta indecorosamente; no es egoísta, no se irrita, no lleva cuenta del mal; no se alegra de la injusticia, sino que se alegra con la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca (1 Cor 13, 4-8).
Cuando este amor mueve a la persona, ella no puede dejar de hacer lo que le pide, pero lo siente como una exigencia distinta, que no le viene impuesta desde el exterior, sino que le nace de dentro. Así, el amor le moviliza no sólo el corazón y los sentimientos, ni solo la mente y el pensamiento, sino la vida entera. Se demuestra más en obras que en palabras y lleva a dar y comunicar lo que uno es y lo que uno tiene. Es deseo y búsqueda del bien del otro, es alabanza, respeto y servicio del otro como a uno mismo. Se ama al otro tal como es y se procura promoverlo.
Nadie puede quedar excluido del amor. Dios ama a todos porque es Padre de todos. Por eso, lo característico del amor cristiano es que no sólo abraza a los que están vinculados por parentesco, amistad, mutua atracción o afinidad de intereses. Toda persona es ese prójimo, a quien debo amar como a mí mismo. Debo, pues, aproximarme a él (aprojimarme), hacerlo mi prójimo con mi atención y servicio, porque al encontrarlo a él me encuentro y sirvo a Dios.  

jueves, 24 de agosto de 2017

Transmisión de la experiencia de fe (Jn 1, 45-51)

P. Carlos Cardo, SJ
Natanael bajo la higuera, ilustración de James Tissot en La Vida de Nuestro Salvador Jesucristo (1899)
En aquel tiempo, determinó Jesús ir a Galilea, y encontrándose a Felipe, le dijo: "Sígueme". Felipe era de Betsaida, la tierra de Andrés y de Pedro.Felipe se encontró con Natanael y le dijo: "Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la ley y también los profetas. Es Jesús de Nazaret, el hijo de José". Natanael replicó: "¿Acaso puede salir de Nazaret algo bueno?" Felipe le contestó: "Ven y lo verás".Cuando Jesús vio que Natanael se acercaba, dijo: "Éste es un verdadero israelita en el que no hay doblez". Natanael le preguntó: "¿De dónde me conoces?" Jesús le respondió: "Antes de que Felipe te llamara, te vi cuando estabas debajo de la higuera". Respondió Natanael:"Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel". Jesús le contestó: "Tú crees, porque te he dicho que te vi debajo de la higuera. Mayores cosas has de ver". Después añadió: "Yo les aseguro que verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre".
La experiencia de fe no se queda como algo íntimo, se comparte. Y en el compartir, la fe se transmite. Dios se vale de personas que se han encontrado con él para que otras también lo conozcan o descubran su voluntad. Las palabras humanas disponen a la escucha de la Palabra.
Este dinamismo comunicativo de la fe aparece en el texto y nos invita a recordar –agradecidos– las mediaciones humanas de la gracia en nuestra propia historia, personas concretas gracias a las cuales nos vino la fe, maduramos en ella, o pudimos conocer la voluntad de Dios en nuestra vida. Dice el pasaje evangélico que Andrés conduce a su hermano Simón a vivir la experiencia del encuentro con Jesús. Felipe invita a Natanael a ir y ver por sí mismo quién es Jesús de Nazaret.
Natanael no figura en la lista de los Doce, puede ser Bartolomé según la tradición. Su amigo Felipe, entusiasmado, le dice que han encontrado al Mesías, de quien hablaron  Moisés y los profetas, y que es Jesús, el hijo de José, de Nazaret. Pero a Natanael, como a cualquier judío, no podía pasarle por la mente que el Mesías pudiese venir de Nazaret, pueblecito sin importancia que ni siquiera se menciona en todo el Antiguo Testamento. Se aguardaba a un descendiente de la casa y familia real de David, cuya ciudad fue Belén de Judea. Se entiende, pues, que Natanel muestre su desconfianza: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? Pero Felipe le replica señalando aquello que es fundamental en la fe: el salir de uno mismo para experimentar el encuentro con Dios. Ven y lo verás. Hay que ir y situarse donde está el Señor, establecer un contacto personal con él y entonces todo quedará iluminado con una luz nueva, tendrá la luz de la vida (Jn 8,12).
Jesús ve venir a Natanael. Lo conoce sin que nadie le haya hablado de él. Ve el interior de las personas y las conoce más que nadie, con un conocimiento, además, lleno de estima de lo mejor que hay en cada uno. Natanael debió ser un judío virtuoso. Por eso Jesús lo alaba: Ahí tienen a un israelita auténtico en quien no hay engaño. El engaño y la mentira destruyen lo que la religión puede producir en una persona.
¿De dónde me conoces?, pregunta Natanael sorprendido. Si en ese momento hubiese obrado en él la fe, habría recordado tal vez las palabras del Salmo 139: Tú me sondeas y me conoces…desde lejos conoces mis pensamientos. El saberse conocido por Dios inspira confianza. Por eso el mismo salmo termina pidiéndole: Conoce mi corazón y ponme a prueba.
Jesús le dice: Cuando estabas debajo de la higuera, yo te vi. Los exegetas se esfuerzan por descubrir el significado de esta frase, pero hasta ahora sólo han conseguido especulaciones. Lo más probable es que se refiera a Natanael como figura simbólica del acercamiento de Israel a Dios por medio de la lectura y estudio de las Escrituras. En las tradiciones judaicas, en efecto, la higuera, árbol ubérrimo en dulces frutos, era símbolo del conocimiento y de la felicidad, que se logra principalmente con el estudio de la Ley. Pero conocer la Ley no basta para el encuentro con el Mesías; por eso quizá las resistencias iniciales de Natanael respecto a Jesús.
Rabí, tu eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel, confiesa Natanael, reconociendo la filiación divina de Jesús, maestro y rey de Israel. Sus palabras son un anticipo de todo lo que el evangelio anunciará: la revelación del Hijo.
¡Cosas mayores verás!, le dice Jesús. Verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre. Verás que Jesús es aquel por quien se abren definitivamente los cielos y sobre quien desciende el Espíritu. Jesús será el “lugar”, el espacio de las relaciones auténticas con Dios, el verdadero templo y puerta entre Dios y los hombres, realidad que fue apenas vislumbrada en la visión de la escala de Jacob en Betel, terrible lugar y puerta del cielo (Gen 28,17). Jesús es la verdadera escala, que une al cielo con la tierra: Dios se comunica al hombre y el hombre entra en comunicación con Dios.

NOTA: Este texto fue publicado el día 5 de enero

miércoles, 23 de agosto de 2017

Los trabajadores de la viña (Mt 20,1-16)

P. Carlos Cardó, SJ
La parábola de la viña, óleo sobre lienzo de Andrei Nikolayevich Mironov (2011), 
Casa Central de los Artistas, Rusia
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: "El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña. Después de quedar con ellos en pagarles un denario por día, los mandó a su viña. Salió otra vez a media mañana, vio a unos que estaban ociosos en la plaza y les dijo: ‘Vayan también ustedes a mi viña y les pagaré lo que sea justo’. Salió de nuevo a medio día y a media tarde e hizo lo mismo.
Por último, salió también al caer la tarde y encontró todavía a otros que estaban en la plaza y les dijo: ‘por qué han estado aquí todo el día sin trabajar?’. Ellos le respondieron: ‘Porque nadie nos ha contratado’. Él les dijo: ‘Vayan también ustedes a mi viña’.
Al atardecer, el dueño de la viña le dijo a su administrador: ‘Llama a los trabajadores y págales su jornal, comenzando por los últimos hasta que llegues a los primeros’. Se acercaron, pues, los que habían llegado al caer la tarde y recibieron un denario cada uno.
Cuando les llegó su turno a los primeros, creyeron que recibirían más; pero también ellos recibieron un denario cada uno. Al recibirlo, comenzaron a reclamarle al propietario, diciéndole: ‘Esos que llegaron al último sólo trabajaron una hora, y sin embargo, les pagas lo mismo que a nosotros, que soportamos el peso del día y del calor’.
Pero él respondió a uno de ellos: ‘Amigo, yo no te hago ninguna injusticia. ¿Acaso no quedamos en que te pagaría un denario? Toma, pues, lo tuyo y vete. Yo quiero darle al que llegó al último lo mismo que a ti. ¿Qué no puedo hacer con lo mío lo que yo quiero? ¿O vas a tenerme rencor porque yo soy bueno?’
De igual manera, los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos".
Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos. De ninguna manera esta frase alienta la incompetencia y la mediocridad. Los talentos que Dios da hay que hacerlos producir. Procurar mejorar en todo, perfeccionarse en los estudios, progresar profesionalmente, es lo que toda persona debe hacer por su propio bien y el de la sociedad. Pero si la motivación para lograrlo no es la de servir mejor, sino únicamente el lucro, la autocomplacencia y el provecho egoísta, desde el punto de vista cristiano eso no sirve para nada.
Lo dice San Pablo: Ya puedo yo hablar las lenguas de hombres y de los ángeles, pero si no tengo amor soy como un bronce que suena o unos platillos que hacen ruido (1Cor 13,1); en otras palabras, ya puedo ser un triunfador según el mundo, pero si no actúo por amor no merezco ninguna alabanza.   
La parábola es sencilla, el dueño de la viña, que representa al Padre del cielo, contrata a toda clase de obreros y a todos les paga un mismo jornal. Unos van a trabajar a primera hora, otros al mediodía y otros cuando la jornada ya concluye; cada uno cuando lo llama el Señor. A todos, en el tiempo propicio, cuando el Señor así lo dispone, nos toca la gracia.
Jesús toma distancia de la justicia humana, que a veces puede ser parcial y deficiente. El “dar a cada uno lo suyo” puede fomentar las desigualdades cuando exigimos desde nuestros derechos adquiridos, buscando incrementar lo que ya tenemos, sin pensar primero en asegurar las necesidades más urgentes que otros padecen. La justicia de Jesús es de otro orden: para Él, los últimos han de ser tratados como los primeros. La caridad y la misericordia coronan la justicia. Dios no se rige tanto por la justicia del derecho sino por la gracia.
Sin darnos cuenta podemos trasladar a nuestra relación con Dios la lógica contable y lucrativa que rige los intercambios económicos. La relación con Dios no se basa en inversiones y ganancias, méritos y recompensas. Dios es amor gratuito y sobrea­bundante. Y su modo de obrar nos debe mover a ser agradecidos y desinteresados. Querer llevar una vida recta y hacer obras buenas para asegurarnos un premio aquí o en el más allá, es obrar como los primeros trabajadores de la viña que se quejan de que los últimos reciban igual salario; ellos quieren recibir más por sus méritos propios, no por gracia del Señor. No han conocido la justicia del reino, no han aprendido la lección de la gratuidad, núcleo central del amor.
Así se portó Jonás cuando vio que Dios perdonaba a los habitantes de Nínive, que él creía merecedores de castigo. Así se portó también el hijo mayor que se quejó contra su padre porque mandó celebrar un banquete por el regreso del hijo pródigo. Lo mismo ocurría en la primitiva Iglesia con los cristianos procedentes del judaísmo que se quejaban porque los venidos del paganismo tenían en la Iglesia igual rango y derechos que ellos. Jesús mismo tuvo que enfrentar esta dificultad: los judíos no podían comprender que Dios ofreciera el don de la salvación a judíos y no judíos. Por eso declaró: Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados fuera a la tiniebla (Mt 8,11-12).
Finalmente, esta página del evangelio nos abre los ojos a una realidad siempre actual: muchos, por el cargo que ocupan o por las buenas obras que practican, adquieren relevancia y llegan a creerse superiores a los demás. Pero la verdad es que ante Dios no podemos esgrimir derechos adquiridos ni exhibir méritos, pues los que consideramos “últimos” pueden estar delante de nosotros ante Dios. 
Seguir a Jesús pobre y humilde, venido no a que lo sirvan sino a servir, significa superar todo espíritu de rivalidad y codicia, desterrar todo “exclusivismo”, alegrarse con el éxito y cualidades de los demás, admitir con gozo que otros sean favorecidos por el Señor, que ama a todos sin distinción y gratuitamente, es decir, sin esperar nada a cambio. 

martes, 22 de agosto de 2017

El uso de los bienes (Mt 19, 23-30)

P. Carlos Cardó, SJ
El cambista y su mujer, óleo sobre tabla de Marinus Van Reymerswaele (1539), Museo de El Prado, Madrid, España
En aquel tiempo Jesús dijo a sus discípulos: «Yo os aseguro que un rico difícilmente entrará en el Reino de los Cielos. Os lo repito, es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de los Cielos.»Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían: «Entonces, ¿quién se podrá salvar?». Jesús, mirándolos fijamente, dijo: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible». Entonces Pedro, tomando la palabra, le dijo: «Señor, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos, pues?». Jesús les dijo: «Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, que en la vida nueva, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, ustedes, los que me han seguido, se sentarán también en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo aquel que por mí haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre o madre, o esposa o hijos, o propiedades, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna. Y muchos primeros serán últimos y muchos últimos, primeros».
Este texto es la continuación del pasaje del joven rico. Expone, en forma de diálogo de Jesús con sus discípulos, su enseñanza sobre la relación con los bienes materiales. Como el caso del matrimonio indisoluble, la práctica de esta doctrina no va a ser fácil. Por eso el texto busca motivar a los cristianos para que acepten la enseñanza de Jesús, valorando lo que con ella se obtiene.
No se interpretan bien sus palabras si se las ve como una exhortación a privarse de bienes como si la renuncia fuera un bien en sí misma. Motivaciones puramente ascéticas y voluntaristas de la pobreza evangélica amargan y estrechan muchas veces el corazón de la personas, haciéndolas caer en mezquindades. Se trata de valorar lo positivo de la enseñanza de Jesús sobre el uso de los bienes y verla a la luz de su persona, que pasó haciendo el bien, nos enseñó que hay más felicidad en dar que en recibir (Hech 20,35) y habló del tesoro escondido y de la perla, cuyo hallazgo produce tal alegría que uno se mueve a venderlo todo para adquirirlo.
El joven rico no se animó a seguir a Jesús. La riqueza le tenía agarrado el corazón; no entendió cómo Dios podía ser su tesoro y cómo podía él situarse ante sus bienes con libertad para repartirlos y seguir a Jesús. El desenlace fue que se fue muy triste porque tenía muchos bienes. Pero Jesús no entra en componendas y dice a sus discípulos: ¡Yo les aseguro: Es difícil que un rico entre en el reino de los cielos!
Como en el caso del matrimonio indisoluble (Mt 19, 10), también aquí los discípulos se espantaron: ¡Quién podrá salvarse!, protestaron. Al igual que la mayoría de la gente piensan que la riqueza no tiene por qué ser un obstáculo para la salvación. Pero están engañados y Jesús quiere hacerles ver que cuando el corazón está lleno de egoísmo, el hombre usa mal los bienes que posee y los convierte en males.
Los bienes de este mundo son bendición y vida si se comparten, pero se tornan maldición y muerte si se acumulan para el propio confort. Lo que se retiene con ambición, divide; lo que se comparte, une. El apego egoísta a la riqueza lleva a ignorar las necesidades del prójimo y a cometer injusticias.
En cambio, emplear el dinero para llevar una vida digna y contribuir al desarrollo, generando fuentes de trabajo, compartiendo las ganancias con equidad y ayudando a resolver el problema de la pobreza, eso significa no darle al dinero el valor de un dios, sino usarlo según el plan del Creador en favor de la vida y tener en cuenta la soberanía de Dios sobre todas las cosas.
La enseñanza que da Jesús a los discípulos, se refuerza solemnemente con su frase complementaria: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.
No tiene ningún sentido discutir si se refiere al ojo de una aguja de coser o a la “aguja” o chapitel que se usaba como remate de torres y arcos. Lo que está claro es que con esa frase Jesús declara la imposibilidad absoluta de que una persona apegada a la riqueza pueda alcanzar la meta de la vida eterna; y la razón es que el dinero tiene un extraordinario poder de cautivar el corazón del hombre hasta convertirse en un ídolo que suplanta a Dios y al prójimo.
El apego al dinero es una idolatría, que atrae y lleva a los hombres a adorarlo como el bien supremo, ya sean cristianos, judíos, musulmanes o ateos, en todas partes del mundo. Por eso Jesús emplea este lenguaje gráfico y tajante: porque quiere hacer comprender que sólo teniendo a Dios como lo más importante en la vida y rechazando a los ídolos, entre los que la riqueza se encuentra en primer lugar, se puede acoger con gozo la salvación del Reino.
Sólo la gracia es capaz de lograr que el rico rompa con la riqueza, se haga discípulo de Jesús y se salve. La liberación interior frente a todas las cosas es acción de Dios por excelencia. Se produce en el encuentro con Jesús que revela dónde está puesto el corazón. Donde está tu tesoro, allí está tu corazón.
El evangelio nos abre los ojos a lo que ocurrió entre los primeros cristianos y sigue ocurriendo hoy: las personas se corrompen cuando entre ellas y Dios, entre ellas y el prójimo, entre ellas y el bien del país, está de por medio el dinero. Por eso, hay que recordar que el mismo Señor que nos da todos los bienes que poseemos, materiales, espirituales, intelectuales y morales, nos da también la capacidad de usarlos con libertad responsable para servirlo a Él y a los hermanos.