sábado, 6 de mayo de 2017

Señor, solo tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 60-69)

P. Carlos Cardó, SJ

El que es de Dios escucha la palabra de Dios, acuarela de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York
En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús dijeron al oír sus palabras: "Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?"Dándose cuenta Jesús de que sus discípulos murmuraban, les dijo: "¿Esto los escandaliza? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da la vida; la carne para nada aprovecha. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida, y a pesar de esto, algunos de ustedes no creen". (En efecto, Jesús sabía desde el principio quienes no creían y quién lo habría de traicionar). Después añadió: "Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede"Desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron para atrás y ya no querían andar con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: "¿También ustedes quieren dejarme?" Simón Pedro le respondió: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios".
Jesús se ha identificado con el símbolo del pan que se entrega para la vida del mundo. Quien lo come, es decir, quien cree en Él y asimila su modo de ser, tiene vida eterna. Los judíos que lo escuchan han reaccionado escandalizados. Ahora vemos que sus palabras chocan también con la incomprensión de sus propios discípulos. Se sienten desilusionados porque su Maestro no reproduce la imagen de Mesías que se habían formado: se ha negado a ser rey y prefiere servir. Perciben además que con sus palabras “comer su carne y beber su sangre”, les insinúa que ellos también están llamados a hacer suya su actitud característica de entrega a los demás, si es verdad que creen en Él. Seguirlo les resultaba cada vez más exigente.
Y se produce la deserción, el cisma. Muchos abandonan a Jesús, protestando: Este lenguaje es inadmisible, ¿quién puede admitirlo? Entonces Jesús, que conoce el interior de cada uno y es consciente de la situación, se vuelve a sus íntimos, a los Doce, y les hace ver que ha llegado el momento de la verdad: ¿También ustedes quieren irse?
Como en otras ocasiones, Pedro toma la palabra en nombre del grupo. Su respuesta contiene una profesión de fe y quedará para siempre como el recurso de todo creyente que, en su camino de fe, experimente como los discípulos, la dificultad de creer, el desánimo en el compromiso cristiano, la sensación de estar probado por encima de sus fuerzas. Entonces, como Pedro, el discípulo se rendirá a su Señor con una confianza absoluta: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Sólo Tú tienes  palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por  Dios.
Jesús encarna en su persona y en el camino que ofrece la santidad de Dios. No se puede llegar a Dios, el Santo, sino por Jesús. La confianza que tiene Pedro en su Señor se basa en esta convicción, que resuelve toda duda e inseguridad. El encuentro con los valores que la vida de Jesús ofrece dignifica la existencia, porque en Él se muestra la santidad a la que todos estamos llamados.
Así, pues, este relato nos lleva a observar que lo que acontece en la comunidad de los Doce puede acontecer en nuestra vida personal y en nuestra comunidad. Porque en todo proceso social o personal llega un momento en que la crisis se hace presente y no hay más remedio que optar y asirse de algo, pues sin confianza no se puede vivir. ¿Qué vida humana subsiste en solitario? De nuestra relación a otros nos viene todo: el pensar, el hablar, el amar y hasta el haber nacido.
Nos necesitamos y no sólo a nivel material, sino como personas dotadas de libertad, ideas y sentimientos, que se atraen y se complementan, que dan y comparten, buscan y piden, en una  trama de relaciones de intercambio y comunicación sólo posible porque se tiene confianza. Así, por ejemplo, para muchos es evidente que lo que les motiva a soportar una larga jornada de trabajo difícil y tedioso es, a fin de cuentas, la confianza de hallar al volver a casa una mujer o un esposo, unos hijos que lo quieren y por los cuales vive.
Y ocurre así en todos los órdenes: confianza en los padres, en el cónyuge, en los hijos cuando están pequeños y cuando se hacen grandes, en los amigos, en la Iglesia –sus hombres y sus instituciones–, en los maestros, en las autoridades, en el funcionario, en los periodistas, en el policía, en el taxista… No obstante, ¿quién no ha sentido decepciones y desengaños? Y ¿no está marcada nuestra época por un grave deterioro de la confianza mutua?
Pero algo dentro de todos nosotros reclama una verdad que no defraude, sin la cual la vida no tendría sentido. Algo que, aunque todos los demás objetos de nuestra confianza fallen, eso se mantenga. Para los creyentes esta confianza viene de la fe, o mejor dicho, se funda en el amor de Dios por nosotros; amor que le hace escribir al profeta Isaías: ¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo nunca me olvidaré de ti. Mira que en las palmas de mis manos te tengo tatuada (Is 49,15-16).
Ese amor incondicional e indefectible de Dios por nosotros se nos ha revelado en plenitud en esa persona digna de toda confianza, autor y perfeccionador de nuestra fe (Hebr 12, 2), que es Jesucristo. Por eso, sea cual sea la dificultad o la crisis por la que pasemos, podemos decir con la misma confianza de Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.

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