domingo, 28 de mayo de 2017

Homilía de la Ascensión del Señor (Hch 1,1-11; Mt 28, 16-20)

P. Carlos Cardó, SJ
La ascensión de Cristo, óleo sobre lienzo de Dosso Dossi (siglo XVI), colección privada, Milán, Italia
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el que Jesús los había citado. Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos titubeaban.Entonces, Jesús se acercó a ellos y les dijo: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo cuanto yo les he mandado; y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo". 
El Señor se va, pero deja a sus discípulos la certeza de que no los abandona. Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos. La comunidad que ellos forman, y que da inicio a la Iglesia, vivirá de esta vivencia de su presencia continua y dará testimonio de ella. Ustedes serán mis testigos.
Los Hechos de los Apóstoles y los evangelios describen el paso de Jesús de este mundo al Padre, con un lenguaje simbólico que corresponde a la idea que se tenía del mundo en aquella época. Se pensaba el universo dividido en tres niveles: el cielo (la casa de Dios), la tierra (el lugar de las criaturas) y los infiernos (lo que está abajo, el lugar de los muertos). Por eso se dice que Jesús “desciende” a los infiernos como los muertos y “sube” después a los cielos de donde procedía. Con ello, lo que la Sagrada Escritura nos quiere decir es que la resurrección del Señor culmina en su ascensión. Jesucristo vuelve a su Padre, vive y reina con Él para siempre. Por eso, ascensión es sinónimo de exaltación.
Jesús asciende a su Padre y, al hacerlo, asume y recoge en sí todos los deseos de sus hermanos. Su elevación nos da la certeza de hallar lo que nos ha prometido, que corresponde al anhelo profundo de la humanidad. Los recuerdos que de ahora en adelante nos hablen de Él, no inducirán a la nostalgia sino a la certeza de que Jesús en verdad ha resucitado y volverá.
Ya no estará físicamente presente con sus discípulos, como lo estuvo durante su vida terrena; ahora estará dentro de ellos, en lo íntimo de su ser. “Yo estaré con ustedes todos los días” (Mt 28, 20). San Pablo dirá que esa nueva forma de hacerse presente Cristo se realiza por medio del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones. No permanece únicamente como un recuerdo de sus palabras, de su doctrina, del ejemplo de su vida. No, Él nos deja su Espíritu, es decir, infunde en nosotros su amor, que es la esencia misma del ser divino. Por el Espíritu, que nos envía desde el Padre, la vida divina penetra en las profundidades más secretas de la tierra y de nuestros corazones. Llevando consigo nuestra realidad humana, que Él hizo suya por su encarnación, nos hace capaces de compartir su vida divina. Es lo que agradecemos en el prefacio de la misa de hoy: porque Cristo, “después de su Resurrección, se apareció visiblemente a todos sus discípulos y, ante sus ojos, fue elevado al cielo para hacernos compartir su divinidad”.
Con su ascensión, Cristo no abandona el mundo; adquiere una nueva forma de existencia que lo hace misteriosamente presente en el corazón de la historia. Por eso no se le puede buscar entre las nubes sino en la tierra en donde permanece. Huir del mundo es una tentación, porque Cristo no ha huido. Los ángeles, en el relato de Hechos, corrigen a los apóstoles que se quedan parados mirando al cielo. Ellos hacen ver a los apóstoles que la Iglesia debe mirar a la tierra y realizar en ella la misión que Jesús le ha confiado.
En el relato de Mateo, el monte representa a la Iglesia, como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo prolonga en ella el poder de su palabra y de sus acciones salvadoras. Su resurrección no ha sido solamente una superación de su existencia terrena, que lo mantiene en el pasado, y hace de su palabra una enseñanza memorable como la de los grandes filósofos y pensadores de la humanidad. Por su resurrección el Señor sigue actuando y su palabra adquiere una perenne actualidad por medio de la Iglesia. De este modo, Jesús la constituye como el punto indispensable de referencia para que todos puedan oír en ella su palabra y orientar su vida por el camino de la salvación.
Jesús envía a sus apóstoles a hacer discípulos, no simplemente a anunciar y, menos aún, a adoctrinar, sino a proponer de tal manera la buena noticia de la salvación, que los oyentes puedan tener un encuentro personal con Cristo, del que brote el deseo de seguirlo como los discípulos que dejaron redes y barca y se fueron tras Él.
Hacer discípulos es establecer las condiciones para que los oyentes del evangelio tengan con Jesús las mismas relaciones de cercanía, amistad y disponibilidad, que constituían el discipulado de Jesús. En él, sus discípulos, a diferencia de los discípulos de los rabinos judíos, no se limitaban únicamente a oír sus instrucciones y adquirir conocimientos, sino que asumían un nuevo modo de ser, a imitación del modo de ser de Jesús.
La Iglesia no ha quedado sola en su largo y fatigoso peregrinar en la historia. Jesucristo la acompaña, sostiene y purifica para que sea en medio del mundo “como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia, 1). Fiel a su Señor, la Iglesia, por su parte, no podrá nunca desear o pretender otra cosa que “continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no ser servido” (Vaticano II, La Iglesia en el mundo actual, 3).



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