domingo, 30 de abril de 2017

Homilía III Domingo de Pascua, Aparición a los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35)

P. Carlos Cardó, SJ 
Nota: Este evangelio y su comentario ya aparecieron el 19 de Abril, miércoles de la Semana de Pascua.
Señor, quédate con nosotros, dibujo de Fritz von Uhde, incluido en “Uhde: des Meisters Gemälde” by Hans Rosenhagen (1908). Stuttgart. Deutsche Verlags-Anstalt, p. 143
El mismo día de la resurrección, iban dos de los discípulos hacia un pueblo llamado Emaús, situado a unos once kilómetros de Jerusalén, y comentaban todo lo que había sucedido.Mientras conversaban y discutían, Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos; pero los ojos de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron. Él les preguntó: "¿De qué cosas vienen hablando, tan llenos de tristeza?"Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: "¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?" Él les preguntó: "¿Qué cosa?" Ellos le respondieron: "Lo de Jesús el nazareno, que era un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo. Cómo los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que Él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron. Es cierto que algunas mujeres de nuestro grupo nos han desconcertado, pues fueron de madrugada al sepulcro, no encontraron el cuerpo y llegaron contando que se les habían aparecido unos ángeles, que les dijeron que estaba vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres, pero a Él no lo vieron".Entonces Jesús les dijo: "¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todo esto y así entrara en su gloria?" Y comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a Él.Ya cerca del pueblo a donde se dirigían, Él hizo como que iba más lejos; pero ellos le insistieron, diciendo: "Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer". Y entró para quedarse con ellos. Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero Él se les desapareció. Y ellos se decían el uno al otro: "¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!"Se levantaron inmediatamente y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, los cuales les dijeron: "De veras ha resucitado el Señor y se le ha aparecido a Simón". Entonces ellos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Este texto, uno de los más bellos de la Biblia, nos ayuda a descubrir la presencia viva del Señor en circunstancias concretas: cuando dos o tres nos reunimos en su nombre; cuando meditamos la Palabra de Dios que ilumina nuestra vida; cuando llevamos a la práctica la Palabra y acogemos al sin techo o compartimos el pan con el hambriento; y cuando celebramos la eucaristía.
Era el mismo día de la Pascua, cuando dos discípulos, abatidos por la decepción y la pena que les causó verlo morir en cruz, se marcharon a su vida de antes, sin ilusión, sin esperanza.
No obstante, algo inexplicable hace que se reúnan para hacer el camino juntos. Y conversan y discuten sobre lo que ha pasado, cuando en realidad no tendrían ya nada de qué hablar una vez que lo enterraron y el grupo se disolvió. De pronto, sin embargo, sin que ellos se dieran cuenta, Jesús en persona se puso a caminar con ellos.
Y aquí está lo primero que el texto evangélico dice a nuestra realidad: ¿hacemos eso nosotros, nos buscamos unos a otros cuando nos ocurre algo que no esperábamos y estamos tentados a pensar que Dios no ha sido buenos con nosotros? ¡Ay del solo si cae: no tiene quien lo levante! dice también la Escritura. En cambio quien reacciona contra la crisis por la que esté pasando y busca la comunidad, ése hallará ahí mismo la compañía del Señor.
¿Qué conversación es esa que traen en el camino?, les dice, mostrando interés por lo que les pasa. Ellos se detuvieron con la cara triste. La tragedia vivida se refleja en sus rostros y, con ella, la tristeza que es mala consejera. Uno de ellos, llamado Cleofás, confiesa: Nosotros esperábamos que Jesús iba a ser el libertador de Israel. Y, sin embargo, ya hace tres días que ocurrió esto...
Cuántas veces lo que esperamos no resulta y es duro reconocer que los caminos del Señor no son nuestros caminos. Y lo que uno planifica o proyecta, ¿saldrá finalmente? Siempre puede haber motivo para la decepción y el desánimo. ¿Pero buscamos entonces, una y otra vez, en la Escritura la Palabra que puede iluminar lo que ha ocurrido? Eso fue lo que hizo Jesús con los discípulos de Emaús, los remitió a la Escritura: ¡Qué torpes son y qué lentos para creer!... y comenzando por Moisés y siguiendo por los Profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.
Como el reconocer a Cristo resucitado es un proceso progresivo, ellos lo ven todavía como un extranjero. Y llegan así a Emaús, donde Él hace ademán de seguir adelante, pero ellos lo presionaron: Quédate con nosotros… porque cae la noche ¿Es éste el deseo que brota en nosotros cuando nos encaminamos a nuestro “Emaús” y nos cae la noche? Lo presionaron, dice el texto. ¿Insistimos, imploramos? Ellos pensaban huir, abandonándolo todo, pero Él les ha dado alcance. Ahora lo invitan a sentarse a la mesa y ocurre lo sorprendente: Él, de invitado, se convierte en anfitrión, se hace el centro de la mesa.
Entonces Jesús tomó el pan, pronunció la bendición [euxaristeia], lo partió y se lo dio. Son las mismas palabras centrales de la eucaristía, que seguimos repitiendo en el momento de la consagración. Y a ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. De modo que es en la eucaristía donde le encontramos y reconocemos mediante la fe.
Pero él desapareció. Lo hace tal como se lo había advertido: Voy a prepararles un lugar (Jn 14,2). Conviene que yo me vaya (Jn 16,7). Por eso su desaparición física no los vuelve a hacer caer en la tristeza. Ellos tienen ya la certidumbre de que no los abandona nunca, pues les ha dejado su Espíritu que les hace ver al Señor en toda circunstancia, sobre todo en la práctica de la caridad para con el prójimo y en la celebración de la eucaristía.

sábado, 29 de abril de 2017

Jesús anda sobre el lago (Jn 6, 16-21)

P. Carlos Cardó, SJ
Cristo camina sobre el agua, óleo sobre lienzo de Iván Aivazovsky (1888), colección privada
Al atardecer del día de la multiplicación de los panes, los discípulos de Jesús bajaron al lago, se embarcaron y empezaron a atravesar hacia Cafarnaúm. Ya había caído la noche y Jesús todavía no los había alcanzado. Soplaba un viento fuerte y las aguas del lago se iban encrespando.Cuando habían avanzado unos cinco o seis kilómetros, vieron a Jesús caminando sobre las aguas, acercándose a la barca, y se asustaron. Pero él les dijo: "Soy yo, no tengan miedo". Ellos quisieron recogerlo a bordo y rápidamente la barca tocó tierra en el lugar a donde se dirigían.
Jesús se retira. El original griego del evangelio dice “huye”. No puede admitir que le aparten del camino escogido para salvar al mundo, camino del amor que sirve y da la vida, para convertirlo en un mesías poderoso como los reyes de este mundo. Rechaza tajantemente esta tentación y sube a un monte él solo. Su soledad en el monte recuerda a la de Moisés en el Sinaí después de la traición del pueblo, cuando se pusieron a adorar un becerro de oro (Ex 34).
Así también los contemporáneos de Jesús ponen su esperanza en el poder y no entienden que Jesús, mediante el signo del pan, les ha propuesto el amor solidario como la solución al problema de la vida. Tienen una idea formada de lo que tiene que ser el Mesías y la salvación, y no están dispuestos a cambiarla. Pero la única realeza que Jesús aceptará será la que consiga en el trono de la cruz. Allí quedará inscrita en hebreo, latín y griego la proclamación: Jesús de Nazaret rey de los judíos (19,19).
A la caída de la tarde, los discípulos bajaron al lago, subieron a una barca y atravesaron el lago hacia Cafarnaúm. Desertan, dejan a Jesús. Su negativa a ser proclamado rey los ha desilusionado. Se montan en una barca –cualquiera, no se dice que sea la de Pedro– y se van. Pero dejar a Jesús es quedar a la merced de la noche y del poder de las tinieblas. Es lo que ocurrirá a Judas después de recibir el trozo de pan mojado: salió y era de noche (Jn 13, 30). Así también los discípulos, en la crisis, dejan a Jesús y los agarra la oscuridad.
De pronto se levantó un viento fuerte que agita el lago y hace peligrosa la navegación. La comunidad está en peligro. En la desolación y la crisis hay agitación de malos espíritus que mueven a desconfianza, falta de fe, esperanza y amor. En tales momentos críticos no hay que hacer cambios importantes en la vida porque la tristeza y el desánimo no inspiran sabias decisiones; hay que luchar, más bien, contra la desolación. Y quizá esto es lo que hacen los discípulos: algo en su interior los debe haber animado a remar y no abandonarse; avanzan unos cinco kilómetros y el Señor les sale al encuentro. El buen pastor no abandona a sus ovejas, busca a quien se le pierde. Perciben que Jesús, caminando sobre el lago, se acerca a la barca.
Pero la mala conciencia les impide reconocerlo. Les da miedo, esperan quizá una reprimenda o una represalia. Pero así actúan los hombres, no Dios. Soy yo, no tengan miedo, les dice, haciéndoles sentir, con esas palabras que muchas veces le han oído, que deben fiarse de Él y de su amor incondicional. Es el Hijo de Dios venido no para condenar al mundo sino para salvarlo, es el Señor del cielo y de la tierra, su andar sobre las aguas demuestra su soberanía sobre todo lo creado.
Más aún, es quien los ha escogido para colaborar en su obra, y que los sigue queriendo a pesar de su deserción. El buen pastor da su vida por sus ovejas. Está dispuesto a hacer todo para no dejarlos solos con su mal propósito, para que no se pierda ningunos de los que el Padre le ha dado, para que no los sorprenda la tiniebla (6,39; 10,28; 12,35). Esta huida de los discípulos en la barca anticipa la disolución del grupo después de la muerte de Jesús. Sus palabras, Soy yo, no tengan miedo, anuncian su victoria sobre todas las fuerzas del mal.

viernes, 28 de abril de 2017

La multiplicación de los panes (Jn 6, 1-15)

P. Carlos Cardó, SJ
La multiplicación de los panes y de los peces, óleo sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo (1667-70), Hospital de la Caridad, Sevilla, España
En aquel tiempo, Jesús se fue a la otra orilla del mar de Galilea o lago de Tiberíades. Lo seguía mucha gente, porque habían visto las señales milagrosas que hacía curando a los enfermos. Jesús subió al monte y se sentó allí con sus discípulos.Estaba cerca la Pascua, festividad de los judíos. Viendo Jesús que mucha gente lo seguía, le dijo a Felipe: "¿Cómo compraremos pan para que coman éstos?" Le hizo esta pregunta para ponerlo a prueba, pues él bien sabía lo que iba a hacer. Felipe le respondió: "Ni doscientos denarios de pan bastarían para que a cada uno le tocara un pedazo de pan". Otro de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: "Aquí hay un muchacho que trae cinco panes de cebada y dos pescados. Pero, ¿qué es eso para tanta gente?" Jesús le respondió: "Díganle a la gente que se siente". En aquel lugar había mucha hierba. Todos, pues, se sentaron ahí; y tan sólo los hombres eran unos cinco mil.Enseguida tomó Jesús los panes, y después de dar gracias a Dios, se los fue repartiendo a los que se habían sentado a comer. Igualmente les fue dando de los pescados todo lo que quisieron. Después de que todos se saciaron, dijo a sus discípulos: "Recojan los pedazos sobrantes, para que no se desperdicien". Los recogieron y con los pedazos que sobraron de los cinco panes llenaron doce canastos.Entonces la gente, al ver la señal milagrosa que Jesús había hecho, decía: "Este es, en verdad, el profeta que habría de venir al mundo". Pero Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró de nuevo a la montaña, Él solo.
Es una síntesis de la actividad de Jesús, dador de vida, y una presentación del amor solidario como elemento esencial de la fe cristiana.
La acción se desarrolla en Galilea, región pobre de Palestina. Una multitud de personas necesitadas han oído que Jesús cura a los enfermos y lo han seguido. Con ellos atraviesa el mar de Tiberíades y sube a un monte. Pronto se da cuenta de la situación y toma la iniciativa: levantó los ojos y, al ver la mucha gente que acudía, dijo a Felipe: ¿Dónde podremos comprar pan para que coman estos? Lo decía para tantearlo porque él ya sabía lo que iba a hacer” (vv. 5-6). Su diálogo con Felipe es sólo para demostrar la incapacidad de la comunidad para resolver el problema de la vida, representado en el hambre de la gente.
¿Dónde podremos comprar pan para que coman estos? Esa pregunta sigue resonando hoy. Según las estadísticas de la FAO, 800 millones de personas en el mundo sufren hambre y desnutrición. Once de cada 100 se encuentran en esta grave situación. 24.000 personas mueren cada día por causa del hambre, el 75% de ellas menores de 5 años. Se han venido haciendo esfuerzos para reducir la magnitud del problema, es verdad, pero aún falta mucho para remediar esta tragedia del hambre que duele y avergüenza.
Ante esta situación, el mensaje del Evangelio es un llamado a compartir. Mientras el mal uso que se hace de los recursos naturales –como ha dicho el Papa Francisco en su Encíclica Laudato Sì sobre “El cuidado de la casa común”– siga haciendo que tales recursos sean cada vez más escasos, y mientras no se tenga la voluntad de cuidar la naturaleza y compartir la mesa de la creación, la pregunta de Jesús seguirá sin respuesta.
Andrés intuye un camino de solución: Aquí hay un muchacho con cinco panes de cebada y dos pescados secos, pero ¿qué es esto para tantos? Querría mostrar su amor repartiendo lo que hay, pero ve que no es suficiente. La alusión al muchacho es significativa. En su débil condición y con su escasa provisión de panes de baja calidad (panes de cebada) y pescados secos –es decir, lo más desproporcionado para la magnitud del problema– representa a la comunidad en su impotencia para resolver el problema del hambre; pero aunque se tenga poco, hay que repartirlo. Es lo que enseña Jesús: dar de lo que se tiene. El resto lo hará Él y habrá de sobra.
Viene entonces lo central del relato. Jesús pronuncia la acción de gracias. Dar gracias es reconocer que algo que se posee es don, regalo de Dios. La comunidad reconoce que el pan es “fruto de la tierra y del trabajo humano, que recibimos de tu generosidad”. Se podría decir que el signo (visto en profundidad) son los bienes de la creación liberados del egoísmo humano, que alcanzan para el sustento de todos. Es el signo del amor a Dios y a los prójimos, que lleva a compartir lo que uno es y lo que uno tiene.
Por todo eso, el signo del pan es tan importante en la predicación de Jesús, y Juan explicará su significado en el discurso del Pan de Vida (6, 22-59). Jesús proporciona el alimento material e invita a pensar en su cuerpo que será entregado por nuestra salvación.
Jesús distribuye los panes. Se puso a repartirlos (v.11). “Sigues creando todos los bienes, los santificas, los llenas de vida, los bendices y los repartes entre nosotros”, decimos en la Plegaria Eucarística I. Con su actitud, Jesús prefigura la entrega de su vida (Pan de vida, 6,51s y lavatorio de los pies, 13,5), que se actualiza en la celebración de la Eucaristía. En ella celebramos la generosidad de Dios a través de su Hijo, que multiplica los bienes de la comunidad para que todos tengan vida.
Quedaron todos satisfechos... recogieron doce canastas con las sobras… (vv. 12.13). La abundancia del signo realizado por Jesús llena de entusiasmo a la gente, que lo reconocen como “el Profeta” e incluso quieren proclamarlo rey. Pero este tipo de poder Él lo rechaza. Para dar de comer a la multitud no ha partido de una posición de superioridad y fuerza, sino de debilidad y escasez de recursos. Él sólo busca servir y dar la vida. Por eso, Jesús huye, se aleja de los que pretenden cambiar su misión. Se retira solo, como Moisés después de la traición del pueblo (Ex 34, 3-4). Sólo al final y en otro monte, el Gólgota, Jesús será glorificado como rey en el trono de la cruz (19,19).

jueves, 27 de abril de 2017

Vayan por todo el mundo (Mt 28, 16-20)

P. Carlos Cardó, SJ
La ascensión de Cristo, óleo sobre tabla de Benvenuto Tisi da Garofalo (1510-20), Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma
"Los once discípulos partieron para Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Cuando vieron a Jesús, se postraron ante él, aunque algunos todavía dudaban. Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia.»"
La última voluntad del Señor es que sus discípulos se conviertan en “testigos”, capaces de anunciar al mundo que el pecado, la carga opresora del hombre, ha perdido su fuerza mortífera por la muerte y resurrección del Señor. Cristo resucitado es la garantía de la victoria sobre el mal de este mundo. En su Nombre se anuncia el perdón del pecado. Ya no hay lugar para el temor porque Dios es amor que salva.
Los discípulos han de llevar este anuncio a todas las naciones. La fuerza para ello les viene del Espíritu Santo, don prometido por el Padre de Jesucristo. Así como el Espíritu descendió sobre María, descenderá sobre ellos. La encarnación de Dios en la historia llega así a su estado definitivo.
Se trata, según Mateo, de hacer discípulos, no simplemente de anunciar, ni sólo de instruir y, menos aún, de adoctrinar, sino de crear las condiciones para que la gente tenga una experiencia personal de Cristo, que les lleve a seguirlo e imitarlo como la norma y ejemplo de su vida. Esto significa entrar en su discipulado, hacerse discípulos para asumir sus enseñanzas y también asimilar su modo de ser.
La comunidad eclesial, representada en el monte, aparece como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Las Iglesia hace visible el poder salvador de su Señor.
La comunidad cristiana no puede quedar abrumada por la acción del mal en el mundo, en la etapa intermedia entre la pascua del Señor y su segunda venida. La acción triunfadora de Cristo Resucitado sigue presente como el trigo en medio de la cizaña. Con mirada de fe/confianza, el cristiano discierne los signos de esa presencia y acción de Cristo vencedor, que se lleva a cabo por medio de los creyentes. Por eso, antes de partir, los dotó de poderes carismáticos para enfrentar el mal y vencerlo.
Jesucristo Resucitado es el verdadero fundamento de la fe de la comunidad cristiana y por medio de ella continúa anunciándose y manifestándose el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice.

miércoles, 26 de abril de 2017

El Hijo del hombre tiene que ser levantado a lo alto (Jn 3, 16-21)

P. Carlos Cardó, SJ

Cristo de San Juan de la Cruz, óleo sobre lienzo de Salvador Dalí (1951), Museo Kelvingrove, Glasgow, Escocia

"Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por Él. El que cree en Él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios.La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo aquel que hace el mal, aborrece la luz y no se acerca a ella, para que sus obras no se descubran. En cambio, el que obra el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios".
Exaltar la cruz, venerarla, no tiene ningún sentido para un mundo que busca lo contrario: gozo, placer, buena vida; y considera morboso honrar el sufrimiento. Pero aun sin llegar a extremos, el hecho es que todos queremos una vida segura, libre de sufrimientos y con un final feliz. Nadie puede querer una muerte funesta y sin sentido, que daría al suelo con nuestras esperanzas. Pero ¿quién nos puede asegurar eso? ¿Quién nos garantiza que la vida no se pierde sin más en un final nefasto e inesperado?
Los israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando se vieron atacados por serpientes en el desierto (Num 21). Moisés levantó una serpiente de bronce en lo alto de un mástil y quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Haciendo una comparación, Jesús dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del  hombre (3,14). Pero hay una enorme distancia entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la vida eterna que trae Jesús levantado en la cruz.
Jesús fue clavado en lo alto de una cruz. Para una mirada exterior, allí no hubo más que la muerte de un simple condenado, sin importancia alguna para la historia. Pero el evangelio nos hace mirar en profundidad: el Crucificado no es un pobre judío fracasado que muere en un horrendo patíbulo.
Detrás de Él está Dios mismo. La pasión y muerte de Jesús ponen de manifiesto la relación que hay entre Él y Dios. Es Dios quien lo ha enviado y entregado por amor a la humanidad. El sentido de la muerte de Jesús en la cruz es que Dios “entrega” al Hijo del hombre en manos de los pecadores (Mc 14,41; 10,33.45), y Jesús por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y da libremente su vida, revelando así hasta dónde llega el amor de Dios al mundo y hasta dónde llega su propio amor por nosotros.
Así fueron los hechos. Israel no quiso oír a Jesús, rechazó su mensaje, no lo siguió. Como consecuencia de ello, una hostilidad cada vez mayor se desencadenó contra Jesús, como una confabulación para darle muerte: vieron en él una amenaza a la fe, un “blasfemo” que se hacía pasar por Dios y se oponía al culto y a la moral judía, al sábado, al templo y a sus sagradas traiciones. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra Él y de que podía seguir la suerte de los profetas.
Sin embargo –y aquí reside lo más característico de la imagen del Dios que Jesús revela– a ese pueblo que lo rechaza y que da muerte a su Hijo, Dios le sigue ofreciendo misericordia y perdón, en virtud de la sangre de su mismo Hijo ofrecida como sacrificio redentor y expresión suprema del amor que salva. En la cruz de Jesús se revela el poder del amor que todo lo puede y lo regenera todo. Así se cumplió lo dicho por el evangelista San Juan: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16).
Por eso los cristianos veneramos la Cruz, porque ella nos hace ver que Dios quiere salvar a todos, sin excluir a nadie, ni siquiera al más abandonado y perdido de sus hijos. Ya nadie morirá solo en esta tierra. Si sus ojos se fijan en la cruz de su Señor, podrá sentir que Dios comparte su angustia y soledad, y le garantiza una vida nueva.
Por eso, «Jesucristo, amor de Dios crucificado, no sólo está en los símbolos de la cruz y en los signos eucarísticos. Dios está también en el inmenso dolor de los enfermos, de los humillados y maltratados, incluso de quienes están tan enfrascados en el pecado que parecen no tener salida. Y está como el amor que comparte las heridas y la consternación.
Siempre que el hombre grite a Dios por cualquier dolor o sufrimiento, siempre estará acompañado por el grito de ese Dios humano que es Jesús de Nazaret. Ahí está. Quien en su confianza y esperanza se alimenta de este “pan”, hace que esas situaciones pierdan su carácter infernal. «Porque ese amor da a los que sufren una fe tal que es capaz de vencer a todos los poderes destructores y negativos, y muestra nuevos caminos hacia una vida sanada y feliz, antes y después de la muerte» (Medard Kehl).

martes, 25 de abril de 2017

Vayan por todo el mundo (Mc 16, 15-20. Epílogo de Marcos)

P. Carlos Cardó, SJ
La ascensión, óleo sobre lienzo de Rembrandt (1636), Pinacoteca Antigua de Munich, Alemania

Nota: Este evangelio y su comentario fueron publicados el 25 de enero y el 22 de abril en este mismo blog.
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. Estos son los milagros que acompañarán a los que hayan creído: arrojarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y éstos quedarán sanos".El Señor Jesús, después de hablarles, subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba su predicación con los milagros que hacían.
Se trata indudablemente de un texto añadido al evangelio de Marcos en una época muy tardía, quizá hacia la mitad del siglo II. La razón que se da a este añadido es la desazón que causaba a las primeras comunidades el final tan abrupto de Marcos que cierra su evangelio con el miedo y huída de las mujeres del sepulcro vacío (Mc 16, 1-8). Se buscó por eso una prolongación de los relatos que condujeran a un final más adecuado.
De entre los diversos textos que se escribieron con este fin se escogió éste, por armonizar mejor con la temática general del evangelio de Marcos. Sin embargo, aunque se trate de un añadido, no deja de ser un texto inspirado y canónico, que como tal fue sancionado por el Concilio de Trento. Más aún, varios Santos Padres como Clemente Romano, Basilio, Ireneo lo citan en sus escritos como texto que según ellos no disonaba con el evangelio y contenía innegable valor para la Iglesia.
El texto refleja las inquietudes y preocupaciones de la primera comunidad cristiana de Roma, en donde fue escrito este evangelio. Son cristianos que no han visto al Señor, pero han llegado a la fe en él por el ejemplo y predicación de los apóstoles y de los primeros testigos.
Por eso el texto enumera los sucesivos testimonios de la resurrección de Jesucristo aportados a la comunidad. En primer lugar el de María Magdalena. Se alude a la acción sanante realizada por Jesús en favor de ella, liberándola de siete demonios, es decir, de siete males, siete enfermedades. Luego se subraya el estado de tristeza y llanto en que estaban los discípulos, que no creyeron en el anuncio de Magdalena: al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no le creyeron. Se menciona después la experiencia de los de Emaús y el testimonio que dieron a los demás, y que tampoco fue aceptado. Por último, se refiere la aparición del Resucitado a los Once reunidos en torno a la mesa. Y pone aquí el redactor el envío en misión para anunciar la buena noticia a toda criatura.
La comunidad aparece como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Su poder salvador se prolonga en ella.
Una preocupación de la comunidad debió de ser la permanencia y actuación del misterio del mal en el mundo a pesar de la victoria de Cristo Resucitado. Tendrán que abrirse a la fe/confianza en el Cristo vencedor que, no obstante, sigue actuando también por medio de los creyentes, a quienes ha dotado de poderes carismáticos para enfrentar el mal y vencerlo.
Jesucristo Resucitado es el verdadero fundamento de la fe de la comunidad cristiana y por medio de ella continúa anunciándose y manifestándose el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice. 
La ascensión del Señor, presentada según el esquema de glorificación, revela que Jesucristo reina y que extiende su soberanía a todas las naciones de la tierra por medio de la palabra de sus enviados.

lunes, 24 de abril de 2017

Nacer de lo alto (Jn 3, 18)

P. Carlos Cardó, SJ
Jesús y Nicodemo, óleo sobre lienzo de Henry Ossawa Tanner (1899), Academia de Bellas Artes de Pennsylvania, Estados Unidos

Había un fariseo llamado Nicodemo, hombre principal entre los judíos, que fue de noche a ver a Jesús y le dijo:
"Maestro, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces, si Dios no está con él".Jesús le contestó: "Yo te aseguro que quien no renace de lo alto, no puede ver el Reino de Dios". Nicodemo le preguntó: "¿Cómo puede nacer un hombre siendo ya viejo? ¿Acaso puede, por segunda vez, entrar en el vientre de su madre y volver a nacer?"Le respondió Jesús: "Yo te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne, es carne; lo que nace del Espíritu, es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: `Tienen que renacer de lo alto’. El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así pasa con quien ha nacido del Espíritu".
El texto desarrolla uno de los temas más característicos del evangelio de Juan: el de la comprensión del misterio de Jesús como revelador de la verdad de Dios y de la verdad del ser humano. Por sí solo, el hombre no comprende; necesita la gracia, don de lo alto, que lo hace salir de la inteligencia carnal o “de aquí abajo” y lo lleva a la comprensión por medio del espíritu. La condición para ello queda expuesta claramente: hay que nacer de lo alto o de nuevo, por medio del espíritu. La fe obra en nosotros una regeneración.
Un hombre llamado Nicodemo va a ver a Jesús. Pertenece al partido de los fariseos (separados), que promueven la renovación moral del pueblo mediante el cumplimiento estricto de la ley mosaica, como medio para acelerar la llegada del Mesías y del reino de Dios. Gozaban de prestigio en el pueblo, al que querían ganar para una vida separada del mundo impuro. En los evangelios aparecen como los principales enemigos de Jesús, pero muchos pasajes fueron interpolados más tarde, porque a partir del año 70 d.C. persiguieron a los cristianos. Fueron los interlocutores críticos más importantes de Jesús, quien tuvo amigos entre ellos (Lc 11; 14; 19; Mc 15). Los tomó en serio y ellos a Él, porque Él y ellos tomaban en serio la voluntad de Dios. Pero rechazó la concepción de la Ley que ellos tenían y entró en conflicto con ellos (Mc 7,11-13; Lc 11,42).
Nicodemo es identificado, además, como un personaje importante, maestro de Israel, y miembro del Consejo de los ancianos (Sanedrín). Probablemente, como otros miembros del grupo, ha quedado impresionado por los signos que Jesús realiza, sobre todo por el de expulsar los mercaderes del templo y anunciar otra forma de religión, ya no basada en el templo y en las antiguas tradiciones judías. Toma la iniciativa y va a Jesús, quiere informarse directamente de la identidad de este nazareno a quien mucha gente sigue.
Y viene de noche. Se podría pensar que quiere aprovechar la tranquilidad de la noche, tiempo del descanso y también de la confidencia; pero lo hace por miedo, para no tener problemas con los de su grupo y en el Consejo. En el evangelio de Juan, además, la noche está asociada a las tinieblas y es símbolo de la situación del hombre sin fe, que se opone a Jesús, que es la luz.
Consciente de su autoridad, él toma la palabra, pero el protagonista es Jesús, que rápidamente conducirá el diálogo, llevándolo por caminos impensados, que pondrán al fariseo ante su propia incapacidad de comprender.
Rabbí, le llama Nicodemo, empleando un título honorífico propio de doctores de la ley. Y añade con tono de autoridad: Sabemos que vienes de parte de Dios como maestro, porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él. Lo reconoce, pues, como profeta y enviado de Dios pero en esta seguridad con que juzga está la razón de su falta de comprensión. Piensa haber comprendido ya a Jesús porque le han llegado informaciones y las ha interpretado según sus propios esquemas teológicos, pero no está abierto a la fuerza de renovación que la noticia sobre Jesús podía haberle transmitido. Sabe que Jesús viene de Dios, pero a diferencia de la gente sencilla que lo ha seguido, él no ha pensado acoger su invitación a renovarse.
Es el típico hombre religioso y culto, acostumbrado a interpretar los signos de Dios, pero eso solo no basta. Profesional de Dios, en el fondo es un impotente: lo que nace de la carne es carne, debilidad e inconsistencia (v.6), que debe dejarse iluminar y cambiar por la palabra. El diálogo subraya su ignorancia. En Nicodemo está Jerusalén, el pueblo, la humanidad que rechaza a Jesús, la tiniebla confrontada con la luz.
La incapacidad para salir de este círculo que encierra sobre uno mismo sólo puede ser superada por la gracia, don de lo alto, que hace nacer a una vida verdaderamente libre, propia de los hijos e hijas de Dios. Nicodemo entiende el nacer de nuevo, simplemente, como el sueño de una vida que se rejuvenece a sí misma, no como el don que Dios ofrece. Tiene que aprender que no se entra en el Reino por pura voluntad propia, ni por las ideas y conocimientos que uno tiene de la religión. Se entra en él por medio del Espíritu, fuerza misteriosa que actúa como el viento que arrebata o el agua que purifica e infunde vida. Su realidad imprevisible e inasible, infunde en nosotros una capacidad impensada de conocer el amor de Dios y de actuar movidos por el mismo amor.

domingo, 23 de abril de 2017

Homilía del II Domingo de Pascua, Felices los que sin ver, han creído (Jn 20, 19-31)

P. Carlos Cardó, SJ
Incredulidad de Santo Tomás, óleo sobre lienzo de Gerard van Honthorst (1620), Museo del Prado, Madrid
Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: "La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo". Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar".Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los otros discípulos le decían: "Hemos visto al Señor". Pero él les contestó: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré".Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presentó de nuevo en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes". Luego le dijo a Tomás: "Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree". Tomás le respondió: "¡Señor mío y Dios mío!" Jesús añadió: "Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto".Otros muchos signos hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritos en este libro. Se escribieron éstos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre.
La experiencia de Jesucristo Resucitado tuvo para los discípulos una fuerza transformadora que cambió sus vidas para siempre. El evangelio hace ver que esa fuerza transformadora sigue disponible para nosotros y puede cambiarnos también a nosotros.
Después que Jesús fue crucificado, muerto y sepultado, el grupo de sus discípulos se disolvió. Y ninguno de ellos creyó a los primeros anuncios de su resurrección. De pronto, sin embargo, algo en su interior los llevó a reunirse de nuevo en Jerusalén, aunque a puertas cerradas, por miedo. Entonces, cumpliendo la promesa que había hecho: donde estén dos o tres reunidos en mi Nombre, allí estaré yo, Jesucristo se les hace presente, atraviesa los muros del miedo y la desilusión, y les da la paz.
Se presentó en medio de ellos (v.19), en el centro de la comunidad. Jesús es y debe ser el centro de todo lo que la Iglesia –allí representada– realiza o proclama, es el centro íntimo de nuestras personas y el centro de convergencia al que debemos apuntar si queremos darle una orientación segura y fecunda a nuestra vida.
Y les dijo: La paz esté con ustedes… (vv. 19 y 21). La paz es la señal cierta de la presencia del Resucitado, es su saludo característico, el fruto primero de su Espíritu que actúa en los corazones. La paz, shalom, que en la Biblia es el conjunto de los bienes prometidos por Dios y esperados por la humanidad, fundamenta las relaciones de las personas y de los pueblos en la justicia. La paz es signo de la gracia de Dios en nuestros corazones y del orden social basado en la justicia. La paz restablece al creyente en la confianza, es garantía de la esperanza.
Entonces, el Señor Jesús les mostró las manos y el costado (v. 20): se les dio a conocer haciéndoles referencia a su historia, a lo que hizo por nosotros. Siempre podemos reconocerlo por lo que Él hace por nosotros. Los discípulos comprendieron al mismo tiempo que el Resucitado allí presente era el mismo Jesús de Nazaret, Galilea, Judea y el Calvario, no otro. Y se llenaron de alegría, de la alegría que el mismo Jesús les había anunciado antes de partir: volveré y de nuevo se alegrarán con una alegría que ya nadie les podrá quitar (Jn 16,22). La Iglesia vive de esa alegría, la necesitamos, no se puede vivir sin ella. Ella demuestra que confiamos en la presencia continua del Señor en la Iglesia: el Señor no la abandonará; salvada, nadie ni nada prevalecerá contra ella.
Viene luego un gesto simbólico: Sopló sobre ellos. Y les dijo: Reciban el Espíritu Santo. Este gesto evoca el soplo creador de Dios sobre Adán y sugiere que la obra que el Padre realiza con la resurrección de su Hijo equivale a una nueva creación, al nacimiento de una humanidad nueva liberada, capaz de vivir según su Espíritu y de demostrar que el pecado, el mal de este mundo, pierde su fuerza opresora cuando se sigue a Cristo y se acepta su perdón.
Al domingo siguiente Jesús se vuelve aparecer. Esta vez está en el grupo Tomás, que no estaba en la casa, cuando Jesús se les apareció. Como todos los demás, Tomás había pasado por la dura crisis de la muerte del Señor. Se aisló, rechazó el testimonio dado por María Magdalena y las otras mujeres, ni quiso creer tampoco a lo que decían sus compañeros: que era verdad, que el Señor había resucitado y se había aparecido a Simón. Pero a pesar de todo, Tomás siente la necesidad de vivir él también la experiencia de la presencia viva del Señor para poder dar testimonio y colaborar en su obra. Pero supedita su fe a lo que pueda ver con sus ojos.
El Señor se muestra dispuesto a responder a su deseo: Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo sino creyente. La duda de Tomás queda resuelta y ya, sin necesidad de comprobaciones físicas, su respuesta resuelta demuestra el reconocimiento de quien está dispuesto a cambiar y seguir al Señor hasta las últimas consecuencias: ¡Señor mío y Dios mío!
Con estas palabras –que han pasado a ser una síntesis de la confesión de fe cristiana– Tomás confiesa su fe en la divinidad y humanidad de Jesucristo. En el agujero de los clavos y en la herida de su costado, Tomás ha reconocido a su Señor, a quien vio clavado en la cruz, y ha reconocido también al Dios a quien nadie ha visto nunca, y que en la cruz nos reveló su amor extremado. Un gran teólogo, Romano Guardini, escribió a este propósito: “Tomás pudo creer porque la misericordia de Dios le tocó el corazón y le dio la gracia del ver interior, la apertura y la aceptación del corazón. Es más, el ver y tocar exterior no le hubiera valido para nada. Lo hubiera considerado una ilusión”.
Las palabras finales de Jesús, “Dichosos los que crean sin haber visto”, están dirigidas a los cristianos de todos los tiempos, a nosotros, para que creamos en la resurrección de Jesús, fiados en la fe de la Iglesia. Entonces, cuando creemos sin haber visto, se cumple en nosotros lo que San Pedro decía a los destinatarios de su carta: Ustedes no lo han visto, pero lo aman; creen en él aunque de momento no puedan verlo; y eso les hace rebosar de una alegría inefable y gloriosa, porque obtienen  el resultado de su fe, la salvación personal

sábado, 22 de abril de 2017

Vayan por todo el mundo (Mc 16, 9-15)

P. Carlos Cardó, SJ
Nota: Este evangelio y su comentario fueron publicados el 25 de enero en este mismo blog
 
Cristo y los Apóstoles, témpera en panel de autor anónimo (entre 1125 y 1150), Museo Nacional de Arte de Cataluña, España.
Habiendo resucitado al amanecer del primer día de la semana, Jesús se apareció primero a María Magdalena, de la que había arrojado siete demonios. Ella fue a llevar la noticia a los discípulos, los cuales estaban llorando, agobiados por la tristeza; pero cuando la oyeron decir que estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron.Después de esto, se apareció en otra forma a dos discípulos, que iban de camino hacia una aldea. También ellos fueron a anunciarlo a los demás; pero tampoco a ellos les creyeron.Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no les habían creído a los que lo habían visto resucitado. Jesús les dijo entonces: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura".
Este epílogo del evangelio de Marcos fue añadido hacia la mitad del siglo II. La razón que dan los exegetas es que a las primeras comunidades cristianas les causaba desazón el final tan abrupto de Marcos, que cierra su evangelio con el miedo y la huida de las mujeres del sepulcro vacío (Mc 16, 1-8). Se buscó por eso una prolongación de los relatos que condujeran a un final más adecuado, armonizando con la temática general del evangelio. Sin embargo, aunque se trate de un añadido, no deja de ser un texto inspirado y canónico, es decir, incluido en el elenco oficial de los libros de la Biblia.
Se pueden percibir en el relato las inquietudes y preocupaciones de los primeros cristianos de Roma, donde fue escrito este evangelio. Ellos no habían visto al Señor, pero basaban su fe en el testimonio que les transmitieron los primeros testigos, los apóstoles y discípulos del Señor.
Por eso el texto enumera los sucesivos testimonios aportados a la comunidad. En primer lugar el de María Magdalena. Se alude a la acción sanante realizada por Jesús en favor de ella, liberándola de siete “demonios”, es decir, de siete males, siete enfermedades.
Luego se subraya el estado de tristeza y llanto en que estaban los discípulos, que no creyeron en un primer momento en el anuncio de Magdalena: al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no le creyeron. Viene después la alusión a la experiencia de los discípulos de Emaús y al testimonio que dieron a los demás, y que tampoco fue aceptado. Por último, se menciona la aparición del Resucitado a los Once reunidos en torno a la mesa. Y pone aquí el redactor el envío en misión para anunciar la buena noticia a toda criatura.
Se resalta el valor que tiene la comunidad en la experiencia cristiana, por ser el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Su poder salvador se prolonga en ella. Y ella vive de su memoria, que actualiza en la celebración de la fracción del pan.
Los primeros cristianos vivían amenazados, obligados a la clandestinidad. Una gran preocupación debió ser para ellos cómo conjugar la victoria de Cristo Resucitado con la persistencia y actuación del misterio del mal en el mundo. Tenían que abrirse a la fe/confianza en el Señor que, no obstante, sigue actuando también por medio de los creyentes.
A través de ellos Jesucristo Resucitado continúa anunciando y manifestando el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice. Nuestra fe en Él da a nuestra vida una orientación bien definida: nos hace anunciadores del Evangelio que hemos recibido para que otros crean también en el triunfo del amor de Dios en sus vidas, por Jesucristo su Hijo.
En esto consiste el Evangelio: en que Dios envió a su Hijo para que todos tengan vida plena. Pero así como la salvación que Dios ofrece no obrará en contra de nuestra voluntad, el Evangelio no se impone a la fuerza; la tarea evangelizadora, nuestra y de la Iglesia, respeta la libertad de las personas.
Las acciones prodigiosas que Jesús promete a los que crean en Él son representaciones simbólicas de la salvación y tienen que ver con la superación de todo lo que oprime a los seres humanos, de todo lo que obstaculiza la comunicación y la unión entre ellos, y de toda amenaza de la vida. Tales acciones son signos de la presencia del Reino en nuestra historia, semejantes a los que Jesús realizaba. La Iglesia, y nosotros en ella, debemos manifestarlos. 

viernes, 21 de abril de 2017

Aparición a los discípulos en Tiberíades (Jn 21, 1-14)

P. Carlos Cardó, SJ

Cristo en el lago Tiberíades, óleo sobre lienzo de Tintoretto (1575-80), Galería Nacional de Arte de Washington D.C., Estados Unidos

En aquel tiempo, Jesús se les apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Se les apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás (llamado el Gemelo), Natanael (el de Caná de Galilea), los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: "Voy a pescar". Ellos le respondieron: "También nosotros vamos contigo". Salieron y se embarcaron, pero aquella noche no pescaron nada.Estaba amaneciendo, cuando Jesús se apareció en la orilla, pero los discípulos no lo reconocieron. Jesús les dijo: "Muchachos, ¿han pescado algo?" Ellos contestaron: "No". Entonces Él les dijo: "Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán peces". Así lo hicieron, y luego ya no podían jalar la red por tantos pescados.Entonces el discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro: "Es el Señor". Tan pronto como Simón Pedro oyó decir que era el Señor, se anudó a la cintura la túnica, pues se la había quitado, y se tiró al agua. Los otros discípulos llegaron en la barca, arrastrando la red con los pescados, pues no distaban de tierra más de cien metros.Tan pronto como saltaron a tierra, vieron unas brasas y sobre ellas un pescado y pan. Jesús les dijo: "Traigan algunos pescados de los que acaban de pescar". Entonces Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red, repleta de pescados grandes. Eran ciento cincuenta y tres, y a pesar de que eran tantos, no se rompió la red. Luego les dijo Jesús: "Vengan a almorzar". Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: `¿Quién eres?’, porque ya sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio y también el pescado.Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos.
El Resucitado se hace presente en la pesca, que representa la labor evangelizadora de la Iglesia, y en la comida, que sigue a la pesca y representa a la eucaristía, principio y fin de la misión.
Estaban juntos. Ya no Doce, sino siete, número que simboliza totalidad y apunta a la universalidad de la Iglesia. Se menciona a Pedro, que a pesar de las negaciones, sigue siendo el apóstol destinado a guiar, en nombre de Jesús, a la comunidad. Su autoridad tendrá que estar inspirada por el amor al Señor, buen pastor (Jn 10, 1-18).
Voy a pescar, dice Pedro. Es la misión de la comunidad. Su iniciativa arrastra. Salieron, pero aquella noche no pescaron nada. Sin el Señor, y de noche, la labor es infecunda, como les había dicho: porque sin mí, no pueden hacer nada (15,5). El trabajo sin unión a Jesús no rinde. Ni siquiera saben dónde echar la red. El Señor se lo dirá y recogerán fruto abundante.
Cuando amaneció. Cristo es la luz del mundo, aurora del sol que nace de lo alto. Su resurrección es el alba de los cielos nuevos y la tierra nueva. Pero ellos, concentrados en su esfuerzo, no reconocen la obra y el triunfo del Señor.
Muchachos, hijitos (13,33), les dice con el afecto inconfundible de siempre. ¿Tienen pescado? Ellos responden secamente: No, mostrando toda su decepción.  Echen la red a la derecha, les ordena. Lograrán fruto si siguen la enseñanza del Señor.
Y obtuvieron una muchedumbre de peces. No dice una gran cantidad, sino una muchedumbre porque la pesca simboliza la comunidad de fieles, reunidos por la predicación de la Iglesia. Y a pesar de ser tantos los rescatados para Cristo, la red de la Iglesia no se rompe, porque cuenta con las promesas de Jesús (17,21-24).
La pesca concluye con una comida que, por la forma como está narrada, es una alusión clara a la eucaristía. Vengan a comer. El evangelista Juan quiere hacernos conscientes de la presencia permanente de Cristo Resucitado en el banquete de la eucaristía. Traemos a ella nuestro pan y nuestro vino pero él es nuestro anfitrión. Iniciativa divina y acción humana se juntan. Jesús nos ofrece el don de su cuerpo, y el comerlo nos asimila a Él, en su vida y en su misión de dar vida. 

jueves, 20 de abril de 2017

La comida con el Resucitado (Lc 24, 35-48)

P. Carlos Cardó, SJ
La cena de Emaús, óleo sobre lienzo de Matthías Stom (1633-39), Museo Thyssen Bornemisza, Madrid, España

Cuando los dos discípulos regresaron de Emaús y llegaron al sitio donde estaban reunidos los apóstoles, les contaron lo que les había pasado en el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.Mientras hablaban de esas cosas, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes". Ellos, desconcertados y llenos de temor, creían ver un fantasma. Pero Él les dijo: "No teman; soy yo. ¿Por qué se espantan? ¿Por qué surgen dudas en su interior? Miren mis manos y mis pies. Soy yo en persona, tóquenme y convénzanse: un fantasma no tiene ni carne ni huesos, como ven que tengo yo". Y les mostró las manos y los pies. Pero como ellos no acababan de creer de pura alegría y seguían atónitos, les dijo: "¿Tienen aquí algo de comer?" Le ofrecieron un trozo de pescado asado; Él lo tomó y se puso a comer delante de ellos. Después les dijo: "Lo que ha sucedido es aquello de que les hablaba yo, cuando aún estaba con ustedes: que tenía que cumplirse todo lo que estaba escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos".Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras y les dijo: "Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto".
Se pueden adivinar tres objetivos en este relato de Lucas: primero, demostrar que la resurrección de Jesús no se la inventaron sus discípulos; segundo, que el Resucitado es el mismo Jesús que vivió con ellos y murió en la cruz; y tercero, que la experiencia que tuvieron los primeros testigos del triunfo de Jesús sobre la muerte también sus futuros seguidores –es decir, nosotros– la podremos tener.
Los discípulos no se inventaron la fe en la resurrección, no se les ocurrió que la vida del Señor no había acabado en el sepulcro, ni fueron víctimas de una ilusión. Lo que los evangelios nos demuestran es que, a consecuencia de la muerte de Jesús, los discípulos quedaron profundamente abatidos, con sus esperanzas por los suelos, sin nada que hacer ya, sino disolverse como grupo. Poco después, sin embargo, movidos por el testimonio dado por unas mujeres, fueron al sepulcro y comprobaron que estaba vacío; pero aquello se prestaba a diversas interpretaciones y, por sí solo, no era un hecho contundente que los moviera a aceptar la resurrección.
Ellos la captan y comprenden, no a partir de sus propias razonamientos y deducciones, sino como una experiencia que les viene otorgada, como un don, cuya iniciativa la toma el mismo Señor, que es quien los hace reconocer su presencia en medio de sus búsquedas –como los que iban a Emaús– o en la comunidad reunida en Jerusalén. Pero les costó reconocerlo: el miedo, las dudas, la tristeza se lo impedían. Unos quedaron atónitos sin poder reconocerlo, otros aturdidos en sus dudas y otros creyeron ver un fantasma.
En el texto de hoy, Lucas relata con realismo la experiencia del Resucitado que tienen los discípulos e insiste, más que los otros evangelistas, en la corporalidad del Resucitado. La razón de esto es que los miembros de la comunidad a los que destinaba su escrito eran cristianos procedentes de un medio cultural helenista, en el que muchos creían en la inmortalidad del alma, pero no en la resurrección de los cuerpos (Hech 17,18.32; 26.8.24), aunque creían fácilmente en fantasmas.
Para evitar equívocos y disipar dudas, Jesús no sólo les demuestra su identidad, mostrándoles sus manos y sus pies, sino que se sienta a comer con ellos. Con este gesto se quiere indicar que Él no es un fantasma, sino que está ante ellos de manera real y concreta. Los discípulos no han tenido una ilusión ni han visto un espíritu. Pero la resurrección no significa que Él ha vuelto a la vida terrena que antes tenía, destinada de nuevo a morir, sino todo lo contrario: Dios lo ha hecho pasar a una vida nueva, definitiva, que supera la muerte porque es una vida que se sitúa en el mismo plano de existencia que la de Dios. No sólo su espíritu ha vencido a la muerte; toda la persona de Jesús es la que ha sido salvada de la muerte y subsiste para siempre en su nueva y definitiva forma de existir en Dios.
Asimismo, Lucas pretende señalar la relación que existe entre la experiencia que tuvieron los primeros testigos y la que podemos tener hoy: ellos, a pesar de haber visto y tocado al Resucitado, tienen –al igual que nosotros– que reconocerlo y creer por la Palabra y el banquete.
El relato nos invita, pues, a sentir presente al Señor escuchando su Palabra, contenida en la Escritura. Ella nos hace ver que Dios ha demostrado todo el poder de su amor salvador en Jesús resucitándolo de la muerte. Ella nos enseña también a confiar en el Señor, seguros de que si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él” (2 Tim 2,11s). Porque si Cristo resucitó, también resucitaremos (cf. 1 Cor 15).
Al mismo tiempo, el relato enseña a descubrir la presencia del Señor en la comunidad, sobre todo cuando se congrega para la eucaristía. Allí, en la mesa fraterna, en el banquete del pan único y compartido, que celebramos en memoria suya, se nos hace presente el Señor, y se realiza la fraternidad por la acción de su Espíritu.
Finalmente el Señor quiere que sus discípulos se conviertan en “testigos” de su triunfo sobre el pecado y la muerte. Llevarán este anuncio a todas las naciones, fortalecidos por la fuerza que les viene del Espíritu Santo.
Los discípulos “vieron” y “tocaron”, pero tuvieron que reconocer y creer. También nosotros tenemos que reconocer y creer. La Palabra nos abre el entendimiento para comprender lo que hizo por nosotros. El Pan que partimos nos hace comulgar en su Cuerpo y forja nuestra unidad. Comprobamos lo que nos transmitieron aquellos primeros testigos y nos animamos a llevar al mundo el mensaje de que la esperanza del ser humano está garantizada.