martes, 14 de marzo de 2017

Las actitudes de los fariseos (Mt 23, 1-12)

P. Carlos Cardó, SJ
La disputa con los doctores en el templo, óleo sobre lienzo de Paolo Veronese (1560), Museo del Prado, Madrid
En aquel tiempo, Jesús dijo a las multitudes y a sus discípulos: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Hagan, pues, todo lo que les digan, pero no imiten sus obras, porque dicen una cosa y hacen otra. Hacen fardos muy pesados y difíciles de llevar y los echan sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con el dedo los quieren mover. Todo lo hacen para que los vea la gente.
Ensanchan las filacterias y las franjas del manto; les agrada ocupar los primeros lugares en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; les gusta que los saluden en las plazas y que la gente los llame ‘maestros’. Ustedes, en cambio, no dejen que los llamen ‘maestros’, porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A ningún hombre sobre la tierra lo llamen ‘padre’, porque el Padre de ustedes es sólo el Padre celestial. No se dejen llamar ‘guías’, porque el guía de ustedes es solamente Cristo. Que el mayor de entre ustedes sea su servidor, porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido".
Estas palabras de Jesús no se refieren únicamente a situaciones de su tiempo que hoy ya no se dan; el fariseísmo es una tentación permanente en cualquier religión.
Jesús no ataca la función magisterial que, desde Moisés, los escribas y fariseos ejercían en las sinagogas. Lo que censura es la hipocresía con que se ejercita: el decir y no hacer, el predicar una doctrina buena y llevar al mismo tiempo una conducta reprensible. Igualmente podemos decir que palabras, discursos, cartas y documentos..., todo eso es necesario, y no hay por qué atacarlo. Lo censurable es la incoherencia entre lo que se predica y lo que se vive. No basta predicar una doctrina, es necesario practicarla; entonces se hace creíble. Cuando las obras no corresponden a las palabras, se da un antitestimonio que, en vez de hacer el bien, confunde, desanima y causa escándalo.
Corresponde también la actitud farisaica a un cristianismo vivido como una simple teoría: se puede saber mucho de religión y, desde ese saber, creerse capaz de dictaminar lo que otros deben hacer, pero eso no es verdadera religión. El evangelio no es algo que se dice para que otros lo cumplan, sino algo que se vive en primera persona y se testimonia con la propia conducta.
Quien habla ha de aplicarse la doctrina; de lo contrario, es mejor que se calle y se limite a decir como el publicano de la parábola: “Ten piedad de mí, Señor, que soy un pecador” (Lc 18,13). Sólo así se humaniza y se hace capaz de comprender las debilidades de los demás.
Jesús critica, además, el legalismo farisaico que cargó la conciencia de la gente con un sinnúmero de preceptos extraídos de la ley de Moisés. También hoy muchas veces se predica el Evangelio reduciéndolo a un conjunto de deberes exigentes y no como lo que es: una vida según el Espíritu del Señor, que es quien enseña a descubrir la voluntad de Dios y llevarla a la práctica en toda circunstancia.
Sin la guía del Espíritu, la letra de la ley mata, y el cumplimiento de las normas puede degenerar en hipocresía. Además, con la ley uno puede pervertir su fe, tranquilizar su conciencia y darse la seguridad de estar salvado. Pero ¡sólo Dios salva! Y es el Espíritu de Dios el que inscribe en nuestros corazones la interior ley de la caridad y del amor, que es la que debe guiar nuestra conducta.
Proponer el Evangelio como un conjunto de leyes, y no como Espíritu que da vida, es la tentación más terrible de la Iglesia. Muchos buscan la seguridad de la ley y del deber cumplido, y esta actitud podría parecer la más “segura”, pero induce a la persona a poner su confianza en los méritos obtenidos por el cumplimiento material de lo mandado, a envanecerse en sus obras, o actuar movido por el deber y no a impulsos de la generosidad propia del amor.
Sólo el amor, recibido como gracia y asumido como “el camino más excelente” (1 Cor 12, 31), mueve a la persona no desde fuera, como una obligación impuesta, sino desde el corazón, le inspira el sen­tido de la gratuidad, le hace obrar con alegría y espontaneidad, “porque el Señor es el Espíritu y donde está el espíritu del Señor, ahí esta la libertad (2 Cor 3, 17).
Otra acusación que hace Jesús, ya incluida en el sermón de la montaña (6,1-18), es la del exhibicionismo espiritual de quienes pretenden ganarse fama de santos y obtener honores y distinciones. Las filacterias son tiras de pergamino con textos de la Ley, envueltas en cintas de cuero, que el judío lleva sobre la cabeza y en el brazo izquierdo durante la oración de la mañana. Los fariseos las alargaban para hacerlas más visibles. Asimismo, en Oriente los saludos y los puestos en los banquetes daban categoría, hacían ver a qué nivel estaba cada cual, qué honor se le debía; por eso los fariseos buscaban los primeros lugares. Jesús rechaza todo tipo de pretensión y quiere para sus discípulos un modo de ser muy diferente, cercano y fraterno. 
Por eso también dice a sus discípulos que no deben dejarse llamar maestro (o señor mío), ni padre ni doctor (o jefe) porque uno solo es el Maestro, uno sólo es el Padre de todos y sólo el Mesías es el jefe. No se trata, naturalmente, de tomar las palabras del evangelio en su literalidad –pues Pablo, siervo de todos, se consideraba padre de los corintios (1 Cor 4,15) y doctor y maestro de los gentiles (1 Tim 2,7; 2 Tim 1,11) –, sino de buscar la sencillez y no la ostentación, el servicio y la cercanía fraterna, no el dominio y el afán de poder. Ser con sencillez lo que debemos ser a los ojos de Dios y de la gente y atribuirle a Él la gloria de lo bueno que hacemos, es andar en la verdad de nosotros mismos.

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