viernes, 31 de marzo de 2017

Origen e identidad de Jesús (Jn 7, 1.10.25-30)

P. Carlos Cardó, SJ  
 
Cristo entronizado, mural atribuido a Manuel Panselinos (alrededor de 1300), iglesia del Protos, Monte Athos, Grecia
En aquel tiempo, Jesús recorría Galilea, pues no quería andar por Judea, porque los judíos trataban de matarlo. Se acercaba ya la fiesta de los judíos, llamada de los Campamentos.Cuando los parientes de Jesús habían llegado ya a Jerusalén para la fiesta, llegó también él, pero sin que la gente se diera cuenta, como de incógnito. Algunos, que eran de Jerusalén, se decían: "¿No es éste al que quieren matar? Miren cómo habla libremente y no le dicen nada. ¿Será que los jefes se han convencido de que es el Mesías? Pero nosotros sabemos de dónde viene éste; en cambio, cuando llegue el Mesías, nadie sabrá de dónde viene".Jesús, por su parte, mientras enseñaba en el templo, exclamó: "Con que me conocen a mí y saben de dónde vengo… Pues bien, yo no vengo por mi cuenta, sino enviado por el que es veraz; y a él ustedes no lo conocen. Pero yo sí lo conozco, porque procedo de él y él me ha enviado". Trataron entonces de capturarlo, pero nadie le pudo echar mano, porque todavía no había llegado su hora.
Jesús evita el conflicto. La hora de enfrentar a la maldad del mundo y vencerla en la cruz aún no ha llegado. Por eso evita ir a Jerusalén y sigue predicando en Galilea. Se acercaba la fiesta de las tiendas de campaña (fiesta de sucot o sukkot) en la que, hasta el día de  hoy, los judíos recuerdan las vicisitudes que pasaron en el éxodo, teniendo que vivir en chozas en el desierto.  Sus hermanos le sugieren que vaya para que puedan ver allí las obras que haces, pero Jesús decide ir después de ellos y en privado.
Llegado a Jerusalén, no duda en ir a predicar en el templo a la vista de todos. Los allí presentes, que saben que los dirigentes lo quieren matar, se sorprenden y se preguntan cómo le dejan hablar en público. Llegan a pensar que los fariseos y las autoridades del templo ya se convencieron de que Jesús es el Mesías, pero esto no resulta claro porque los orígenes del Mesías debían ser ocultos.
Según la concepción de la época, el Cristo tenía que permanecer escondido y desconocido antes de aparecer gloriosamente en público. Su llegada estaría precedida por la venida de Elías (el mayor de los profetas) que lo daría a conocer. Esta manera de pensar lleva a muchos a rechazar a Jesús como Mesías porque saben que viene del pueblo de Nazaret, en Galilea, y que es un carpintero convertido en un rabí itinerante. Pero se equivocan, en realidad no saben de dónde viene ni quién es. No saben que viene de Dios, que tiene en Dios su verdadero origen.
Jesús oye estos comentarios y aborda el tema de su origen e identidad. Lo hace enérgicamente, levantando la voz. Su grito resuena hasta hoy. Su palabra, sus obras y su persona interpelan, suscitan hoy como entonces las mismas reacciones a favor o en contra de él, de acogida o rechazo, de aceptación o de hostilidad.
Por un lado, la gente se admira de su autoridad y sabiduría; pero por otro, les decepciona su realidad tan humana y humilde, que no corresponde a la idea que tienen del Mesías. Por un lado están los que dictan la manera como Dios debe actuar y pretenden hacerle decir lo que les conviene; por otro están los sencillos de corazón que confían en Dios, acogen su palabra y hacen su voluntad. Los primeros no están dispuestos a renunciar a sus convicciones, no permiten que Dios les cambie sus intereses egoístas; los segundos llegan a ver en el ejemplo de Jesús el camino que los conduce a la vida verdadera.
Jesús habla de su origen. Él no ha venido por su propia cuenta, sino que ha sido enviado por aquel que dice la verdad. Es el Hijo, que está desde el principio con el Padre. La razón de no reconocerlo como el Enviado es que no conocen a Dios. Pero esta pretensión de provenir de Dios y de ser igual a Él, les resulta insoportable.
No advierten que desde el origen de la humanidad, los hombres han pretendido ser iguales a Dios (la tentación de Adán) por presunción orgullosa, mientras que Jesús llama Padre mío a Dios, porque vive un experiencia absolutamente peculiar de ser el Hijo, que todo lo recibe del Padre para darlo a los hermanos, realizando así la obra de Dios, que es ofrecer a todos el don de su amor salvador.
Esta experiencia que tiene Jesús de su cercanía e intimidad con Dios, le hace no poder entenderse a sí mismo sino como el Hijo; no poder hablar sino con la convicción de que Dios se comunica en sus palabras; no poder actuar sino realizando obras en las que es Dios mismo quien sana y perdona. En la persona de Jesús, Dios se da a conocer de un modo humano. Ningún fundador de religión se ha atrevido a considerarse así; de haberlo hecho, habría sido considerado un loco, un blasfemo o un embustero. Y esto fue lo que pensaron de Jesús sus contemporáneos. Entonces los jefes de los sacerdotes, de acuerdo con los fariseos, enviaron guardias para que lo detuvieran. 
Tocamos aquí la tesis central del evangelio de San Juan, expresada ya en su prólogo: Jesús es la Palabra, la comunicación plena de Dios a la humanidad, que estaba desde el principio en Dios y era Dios. Estaba en el mundo, pero el mundo no la reconoció. Vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron. A cuantos la recibieron, a todos los que creen en su nombre, les dio la capacidad de ser hijos e hijas de Dios. Nosotros lo hemos conocido y creemos en Él. Nos toca demostrar nuestra capacidad de comportarnos como hijos e hijas de Dios.

jueves, 30 de marzo de 2017

El testimonio válido sobre Jesús (Jn 5, 30-47)

P. Carlos Cardó, SJ
Moisés, óleo sobre lienzo de Jusepe de Ribera (1638), Museo de San Martino, Nápoles, Italia

En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: "Si yo diera testimonio de mí, mi testimonio no tendría valor; otro es el que da testimonio de mí y yo bien sé que ese testimonio que da de mí, es válido. Ustedes enviaron mensajeros a Juan el Bautista y él dio testimonio de la verdad. No es que yo quiera apoyarme en el testimonio de un hombre. Si digo esto, es para que ustedes se salven. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y ustedes quisieron alegrarse un instante con su luz. Pero yo tengo un testimonio mejor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido realizar y que son las que yo hago, dan testimonio de mí y me acreditan como enviado del Padre.El Padre, que me envió, ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro, y su palabra no habita en ustedes, porque no le creen al que él ha enviado.Ustedes estudian las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues bien, ellas son las que dan testimonio de mí. ¡Y ustedes no quieren venir a mí para tener vida! Yo no busco la gloria que viene de los hombres; es que los conozco y sé que el amor de Dios no está en ellos. Yo he venido en nombre de mi Padre y ustedes no me han recibido. Si otro viniera en nombre propio, a ése sí lo recibirían.¿Cómo va a ser posible que crean ustedes, que aspiran a recibir gloria los unos de los otros y no buscan la gloria que sólo viene de Dios? No piensen que yo los voy a acusar ante el Padre; ya hay alguien que los acusa: Moisés, en quien ustedes tienen su esperanza. Si creyeran en Moisés, me creerían a mí, porque él escribió acerca de mí. Pero, si no dan fe a sus escritos, ¿cómo darán fe a mis palabras?"
Jesús tiene que defenderse. Un círculo de hostilidad cada vez más estrecho se ha urdido en torno a él. Los dirigentes han intrigado al pueblo, y han logrado que muchos se alejen de Él o pongan en duda sus enseñanzas. Se siente obligado a demostrar su inocencia y la validez de su doctrina. Piensa también, quizá, en sus seguidores y en las acusaciones que el judaísmo farisaico lanzará contra ellos. Les exigirán pruebas de validez de su doctrina, y les argüirán que referirse sólo a lo que él dijo de sí mismo no basta. Jesús lo reconoce: Si me presentara como testigo de mí mismo, mi testimonio no tendría valor.
Jesús ha afirmado que posee en su persona al Espíritu divino y ha hecho ver que las obras que realiza, a impulsos de ese mismo Espíritu, son el criterio que define lo que hay que hacer, porque en eso consiste la voluntad de Dios; ha declarado también que todo lo que Él hace y dice es porque Dios, a quien llama Padre, se lo ha mandado; se ha puesto así por encima de la ley y del sábado, que eran las instituciones establecidas por Dios para la relación de los hombres con Él; por consiguiente, él único testigo válido, capaz de garantizar su autoridad y legitimar su obra, era el mismo Dios.
También Juan Bautista podía legitimar su misión, pero sería un testimonio humano, sobre el cual no podría apoyarse para probar su origen divino. Si Jesús lo menciona es porque todos reconocieron la autoridad del Bautista, lo admiraron como un profeta y quisieron por algún tiempo disfrutar de su luz, pero no obedecieron su llamada a la conversión, rechazaron su invitación a seguir a Jesús, y no hicieron nada por él cuando Herodes lo encarceló y lo mandó decapitar.
Únicamente Dios, su Padre, es quien legitima a Jesús y lo hace a través de las obras que le manda realizar. En ellas Dios se revela del modo más pleno y definitivo, manifiesta su amor salvador, comunica su vida, se presenta como un Padre que quiere lo mejor para su hijos e hijas, hace justicia a los oprimidos, busca y salva a los perdidos, reúne a los dispersos y hace ver que su voluntad al enviar a su Hijo al mundo no es la de condenar al mundo sino la de salvarlo por medio de Él. Las obras de Jesús, por tanto, demuestran que Él es el Enviado definitivo, Palabra y comunicación plena de Dios, presencia humana de Dios, que encarna en su persona la gloria del unigénito del Padre, lleno de amor y de verdad.
El Padre ha hablado ya en favor de Jesús, pero los dirigentes del pueblo mantienen el pecado de sus antepasados y no han querido oír su voz. Se han cerrado a la imagen del Dios amor y misericordia que Jesús trasmite. Por eso se han quedado sin conocer al Dios verdadero.
Ni siquiera han querido dar fe a la Escritura que, al igual que Juan Bautista, habla de Él cuando anuncia para el tiempo fijado por Dios, la manifestación de la acción salvadora que su Enviado vendría a realizar. Las autoridades religiosas, por más que estudiaron la Escritura, la interpretaron a su modo y se negaron a acercarse a Jesús para descubrir la vida plena que en ella se anuncia.
Finalmente, Jesús recuerda algo que es del todo evidente en su modo de proceder: Él no busca fama, prestigio ni honores de parte de los hombres. Lo único que ha buscado siempre es el bien de las personas, su realización plena. Él no necesita la gloria mundana porque en Él brilla la gloria propia del Hijo, que es el amor y la verdad.
En cambio, los dirigentes judíos, que no hacen más que apoyarse unos a otros para escalar puestos de poder, sólo buscan lo que el mundo les puede dar: una gloria carente del amor y la verdad, terrenal, no divina. No buscar la gloria de Dios que se realiza en el amor los hace quedar esclavos del egoísmo y del pecado.
La raíz del pecado está en no tener en sí el amor de Dios. Se pierde así la propia identidad de hijo y se hace daño a la gente. Quien busca la gloria para sí, pretende usurpar el lugar de Dios. Quien vive como hijo y empeña su vida en el amor y servicio a los demás, refleja en su persona la gloria que brilló en todo su esplendor en la persona de Jesús.

miércoles, 29 de marzo de 2017

Jesús hace las obras del Padre (Jn 5, 17-30)

P. Carlos Cardó, SJ
Santísima Trinidad, óleo sobre tabla de Hendrik van Balen (1620), Iglesia de Santiago, Amberes, Bélgica
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos (que lo perseguían por hacer curaciones en sábado): "Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo". Por eso los judíos buscaban con mayor empeño darle muerte, ya que no sólo violaba el sábado, sino que llamaba Padre suyo a Dios, igualándose así con Dios.Entonces Jesús les habló en estos términos: "Yo les aseguro: El Hijo no puede hacer nada por su cuenta y sólo hace lo que le ve hacer al Padre; lo que hace el Padre también lo hace el Hijo. El Padre ama al Hijo y le manifiesta todo lo que hace; le manifestará obras todavía mayores que éstas, para asombro de ustedes. Así como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a quien él quiere dársela. El Padre no juzga a nadie, porque todo juicio se lo ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo, como honran al Padre. El que no honra al Hijo tampoco honra al Padre.Yo les aseguro que, quien escucha mi palabra y cree en el que me envió, tiene vida eterna y no será condenado en el juicio, porque ya pasó de la muerte a la vida. Les aseguro que viene la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la hayan oído vivirán. Pues así como el Padre tiene la vida en sí mismo, también le ha dado al Hijo tener la vida en sí mismo; y le ha dado el poder de juzgar, porque es el Hijo del hombre.No se asombren de esto, porque viene la hora en que todos los que yacen en la tumba oirán mi voz y resucitarán: los que hicieron el bien para la vida; los que hicieron el mal, para la condenación. Yo nada puedo hacer por mí mismo. Según lo que oigo, juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió".
Los judíos han decidido matar a Jesús por no respetar el sábado y hacerse igual a Dios. Jesús continúa hablando públicamente de su misión y afirma que Él hace lo que hace Dios, su Padre. Pues el Padre ama al Hijo y le manifiesta todas sus obras. Jesús reivindica para sí una peculiarísima relación de amor recíproco con Dios, que le hace situarse ante Él y percibirse a sí mismo como el Hijo único del Padre, que se hizo hombre por obra del Espíritu divino y nació de María la Virgen.
Por ese mismo Espíritu se nos comunica el amor-vida de Dios y la Trinidad santa permanece en nosotros. Los tres, Padre, Hijo y Espíritu, son idénticos en el ser, entender, juzgar y obrar. Los tres realizan la misma acción: aman, se manifiestan, dan vida, envían, oyen, elevan y resucitan. Y son esas las acciones divinas que Jesús realiza para darnos su vida.
Al mismo tiempo que Jesús desvela la identidad de Dios, revela también la identidad del ser humano, por haber sido creado a imagen y semejanza de su Creador. De modo que de la idea que se tiene de Dios sale la idea que se tiene de la persona humana. De la identidad de Dios como Padre, que Jesús nos transmite, sale nuestra identidad de hijos e hijas, y por tanto de hermanos y hermanas entre nosotros. Jesús nos revela un Dios que no es un ser solitario, sino una comunidad de personas; correlativamente nos revela que el ser humano, imagen de Dios, no realiza su vida en solitario sino en amor, fraternidad, solidaridad.
La obra que el Padre realiza por medio de su Hijo Jesucristo consiste en crear fraternidad entre sus hijos. Esa obra se convierte en la norma del que sigue a Jesús y supera el ordenamiento moral establecido en la Ley dada a Moisés. Quien cree en Él, adhiriéndose en la práctica a su modo de ser y de obrar, tiene vida eterna.
La fe en Jesús y la aceptación  vital de su mensaje se convierte en el creyente en una forma de vida que tiene una calidad, un valor de eternidad, que no acabará con la muerte. Quien la asume ha pasado ya de muerte a vida. La muerte para él será el paso al nivel de vida plena, salvada, resucitada, que sólo puede darse en Dios. El texto resalta dos prerrogativas exclusivas de Dios: resucitar/dar vida y juzgar. Esas prerrogativas el Padre se las da al Hijo y éste las realiza en quien cree en él. Por eso dice: Yo les aseguro que quien acepta lo que yo digo y cree en el que me envió, tiene la vida eterna; no sufrirá un juicio de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida.
Finalmente, el texto de Juan habla del juicio o del dictar sentencia. Jesús tiene el poder de regenerar como hijos de Dios a los que lo acogen y creen en Él. Asimismo, ha recibido de su Padre el poder de dar vida y resucitar. Por eso, quien rechaza a Jesús y su palabra, rechaza el don de salvación que Dios ofrece por medio de su Hijo, se impide ser beneficiario de su voluntad y del poder de darle vida eterna.
Se puede decir, entonces, que el juicio, el dar sentencia, no es un acto judicial como el que los hombres realizamos en nuestros tribunales, sino la manifestación del amor, cercanía y unión a Dios que hay en los que están a favor de Jesús o, al contrario, la manifestación del rechazo, distancia y separación de quienes han obrado en contra de Jesús y de su enseñanza y, por tanto, en contra de los hermanos. 
El juicio se realiza ahora, en la toma de posición y confrontación de cada uno con la Palabra de Jesús. Honrar y escuchar al Hijo es salvarse, pasar de la muerte a la vida plena. A la hora de la muerte caerá el velo y se hará patente la verdad de cada uno.

martes, 28 de marzo de 2017

La curación del paralítico de la piscina (Jn 5, 1-16)

P. Carlos Cardó, SJ
Curación del paralítico en la piscina de Betesda, óleo sobre lienzo de Esteban Murillo (1670), Galería Nacional de Londres
Era un día de fiesta para los judíos, cuando Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las Ovejas, una piscina llamada Betesdá, en hebreo, con cinco pórticos, bajo los cuales yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos. Entre ellos estaba un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo.Al verlo ahí tendido y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo en tal estado, Jesús le dijo: "¿Quieres curarte?" Le respondió el enfermo: "Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua. Cuando logro llegar, ya otro ha bajado antes que yo". Jesús le dijo: "Levántate, toma tu camilla y anda". Al momento el hombre quedó curado, tomó su camilla y se puso a andar.Aquel día era sábado. Por eso los judíos le dijeron al que había sido curado: "No te es lícito cargar tu camilla". Pero él contestó: "El que me curó me dijo: ‘Toma tu camilla y anda’ ". Ellos le preguntaron: "¿Quién es el que te dijo: ‘Toma tu camilla y anda’?" Pero el que había sido curado no lo sabía, porque Jesús había desaparecido entre la muchedumbre. Más tarde lo encontró Jesús en el templo y le dijo: "Mira, ya quedaste sano. No peques más, no sea que te vaya a suceder algo peor". Aquel hombre fue y les contó a los judíos que el que lo había curado era Jesús. Por eso los judíos perseguían a Jesús, porque hacía estas cosas en sábado.
Cristo suscita en nosotros todas las posibilidades de una vida verdaderamente libre, haciéndonos capaces de superar lo que nos detiene y paraliza. Por eso podemos esperar en Él aun cuando las circunstancias que vivimos nos hagan sentir como el paralítico tendido junto a la piscina, sin ningún recurso para cambiar las cosas.
Jesús estaba en Jerusalén en un día de fiesta, dice el texto. La presencia de Jesús inaugura la fiesta definitiva, el tiempo nuevo en que se rinde al Dios de la vida el verdadero culto en espíritu y en verdad, del que habló a la Samaritana (Jn 4, 23). Con Jesús, el triunfo de la vida se ha hecho posible.
Las condiciones para su triunfo no serán fáciles. No obstante, Jesús toma la iniciativa, aun sabiendo que habrá oposición. Jesús, viéndolo postrado y sabiendo que llevaba mucho tiempo así, dice al paralítico: ¿Quieres curarte? Por haber dicho esto se ha expuesto a ser reprobado, pues la ley prohíbe hacer estas cosas en sábado. Pero se trata de salvar la vida de un hombre y Jesús no duda en poner las prescripciones legales en un segundo lugar. La vida del hombre está por encima. No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre (Mc 2,27). Jesús, pues, asume las consecuencias. Y a partir de aquel día, como señala el evangelista, los dirigentes judíos empezaron a perseguir a Jesús, porque hacía tales cosas en sábado.
El beneficiario de la obra de Jesús es un pobre enfermo, que está en el límite de sus posibilidades, lleva treinta y ocho largos años sin poder moverse. Su imagen se reproduce en cierto modo en toda situación adversa que no se ha podido cambiar a pesar de los esfuerzos hechos. En tales circunstancias puede sobrevenir la desolación, la falta de ánimo, la desilusión y el desengaño. Pero hay que recordar que el Señor está pronto a tomar la iniciativa, reavivando el deseo – ¿Quieres quedar sano?–, y con él las energías de vida.
El símbolo del agua tiene importancia clave en este relato. Los milagros que trae el evangelio de Juan tienen relación con la gracia que se nos transmite por medio de los sacramentos de la Iglesia. Aquí, la alusión al bautismo es clara: el paralítico yace junto a la piscina donde se mueve el agua que sana. El agua de nuestro bautismo nos curó y dio inicio a nuestra vida de fe, por el Espíritu Santo infundido en nuestros corazones. Se cumplió entonces en nosotros lo anunciado por Jesús: El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva (Jn 7, 38).  
En resumen, el texto nos invita a estar atentos a las iniciativas que el Señor toma en favor nuestro para despertar nuestras energías de vida, librándonos de nuestras parálisis. Nos invita también a apreciar lo que hacen nuestros hermanos y hermanas para ayudar a su prójimo a andar con dignidad. Como Pedro, también nosotros podemos decir: No tenemos plata ni oro pero te damos lo que tenemos: En nombre de Jesucristo Nazareno, camina (Hech 3, 6). 
El pasaje evangélico nos puede hacer pensar también en los riesgos y dificultades que debemos asumir, como Jesús, para llevar a la práctica nuestra fe con nuestras acciones de solidaridad. Y, finalmente, el símbolo del agua, presente en el relato, nos lleva a pensar en nuestra pertenencia a la Iglesia que, a pesar de su pecado, no deja de ser la Esposa por quien Cristo, su Esposo, “se ha sacrificado a sí mismo para santificarla, purificándola con el baño del agua en virtud de la palabra” (Ef 5, 25).  

lunes, 27 de marzo de 2017

Curación del hijo de un funcionario real (Jn 4, 43-54)

P. Carlos Cardó, SJ
Jesús y el centurión, óleo sobre lienzo de Paolo Veronese (1571), Museo del Prado, Madrid.
En aquel tiempo, Jesús salió de Samaria y se fue a Galilea. Jesús mismo había declarado que a ningún profeta se le honra en su propia patria. Cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que Él había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían estado allí.Volvió entonces a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía un hijo enfermo en Cafarnaúm. Al oír éste que Jesús había venido de Judea a Galilea, fue a verlo y le rogó que fuera a curar a su hijo, que se estaba muriendo. Jesús le dijo: "Si no ven ustedes signos y prodigios, no creen". Pero el funcionario del rey insistió: "Señor, ven antes de que mi muchachito muera". Jesús le contestó: "Vete, tu hijo ya está sano".Aquel hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Cuando iba llegando, sus criados le salieron al encuentro para decirle que su hijo ya estaba sano. Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Le contestaron: "Ayer, a la una de la tarde, se le quitó la fiebre". El padre reconoció que a esa misma hora Jesús le había dicho: ‘Tu hijo ya está sano’, y creyó con todos los de su casa.Éste fue el segundo signo que hizo Jesús al volver de Judea a Galilea.
El texto tiene su paralelo en el relato de la curación del hijo de un centurión romano de Mt 8 y Lc 7. Aquí se trata de un funcionario del rey Herodes Antipas. Juan quiere poner énfasis en la relación que existe entre Palabra, fe y vida. El funcionario creerá en la palabra del Señor y se irá convencido de que ha escuchado su súplica.
El hecho sucede en Caná, donde Jesús da comienzo a sus signos que llevan a creer (“creyeron en él”), y viene después del diálogo con la mujer samaritana en el que le dice: si conocieras el don de Dios…, refiriéndose al don de la fe que salta como agua viva hasta la vida eterna.
Este don se ofrece ahora al funcionario del rey. Su figura representa a todos los llamados a creer sin haber visto. Él cree de inmediato a la palabra de Jesús que le dice: Regresa a tu casa, tu hijo ya está bien. No espera a ver primero para creer que Jesús ha oído su súplica en favor de su hijo. Como Abraham que, sin ver, creyó en la palabra de Yahvé que le prometía una posteridad bendecida.
Por eso, la intención del evangelista con este relato se centra en demostrar que son felices los que sin haber visto han creído (Jn 20, 29). San Pedro dirá que una alegría inefable y radiante  tienen los que aman al Señor sin haberlo visto y creen en él aunque de momento no puedan verlo  (1Pe 1, 8).
El verdadero prodigio se realiza en el padre del niño enfermo y es la fe por la escucha de la Palabra. La vida restituida al hijo no es más que imagen de la vida verdadera, que gana el padre por su fe en Jesús. La fe no exige ver signos y prodigios para tener la certeza del amor del Señor; le basta su Palabra que refiere todo lo que Él ha hecho por nosotros. La confianza es base de la fe y del amor. No exige pruebas y demostraciones para verificar la credibilidad del otro.
Un dato importante del relato es el hecho de que se trata del hijo único de un funcionario real. Éste puede tener bienes y gozar de la mejor posición social y económica en su país; pero su verdadera riqueza es su hijo y se le está muriendo. Por eso su súplica apremiante: ¡Señor, ven pronto, antes de que muera! Se siente impotente, no sabe qué más hacer. Frente a la muerte no hay riqueza que valga. Es el trance supremo en que se pone de manifiesto la radical impotencia del ser humano. Y de eso sólo Dios salva. 
Finalmente, es interesante observar el proceso que vive este hombre, marcado por los progresivos nombres que el evangelista le atribuye: primero es designado como funcionario real (v.46), cuando se manifiesta su preocupación y angustia por el problema que vive. Luego, se convierte en hombre (el hombre creyó en lo que Jesús le había dicho, v.50), es decir, se transforma en hombre por la fe. Y finalmente es llamado padre (El padre comprobó…, y creyó en Jesús él y toda su familia”, v. 53). En la transformación de este hombre, como un signo, se revela el ser mismo de Dios que es padre. Por la fe, vamos dejando atrás imágenes falsas o recortadas de Dios y alcanzamos lo que es: Padre; asimismo nosotros dejamos nuestra vieja condición de imágenes rotas de Dios y alcanzamos lo que debemos ser, hijos e hijas.

domingo, 26 de marzo de 2017

IV Domingo de Cuaresma, El ciego de nacimiento (Jn 9,1-41)

P. Carlos Cardó, SJ
La curación del ciego, fresco de autor anónimo (siglo XII), muro lateral de la Basílica Benedittina en Sant’ Angelo in Formis, Capua, Italia.
En aquel tiempo, Jesús vio al pasar a un ciego de nacimiento, y sus discípulos le preguntaron: "Maestro, ¿quién pecó para que éste naciera ciego, él o sus padres?" Jesús respondió: "Ni él pecó, ni tampoco sus padres. Nació así para que en él se manifestaran las obras de Dios. Es necesario que yo haga las obras del que me envió, mientras es de día, porque luego llega la noche y ya nadie puede trabajar. Mientras esté en el mundo, yo soy la luz del mundo".Dicho esto, escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, se lo puso en los ojos al ciego y le dijo: "Ve a lavarte en la piscina de Siloé" (que significa ‘Enviado’). Él fue, se lavó y volvió con vista. Entonces los vecinos y los que lo habían visto antes pidiendo limosna, preguntaban: "¿No es éste el que se sentaba a pedir limosna?". Unos decían: "Es el mismo". Otros: "No es él, sino que se le parece". Pero él decía: "Yo soy". Y le preguntaban: "Entonces, ¿cómo se te abrieron los ojos?". Él les respondió: "El hombre que se llama Jesús hizo lodo, me lo puso en los ojos y me dijo: ‘Ve a Siloé y lávate’. Entonces fui, me lavé y comencé a ver". Le preguntaron: "¿En dónde está él?". Les contestó: "No lo sé".Llevaron entonces ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día en que Jesús hizo lodo y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaron cómo había adquirido la vista. Él les contestó: "Me puso lodo en los ojos, me lavé y veo".Algunos de los fariseos comentaban: "Ese hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado". Otros replicaban: "¿Cómo puede un pecador hacer semejantes prodigios?". Y había división entre ellos. Entonces volvieron a preguntarle al ciego: "Y tú, ¿qué piensas del que te abrió los ojos?". Él les contestó: "Que es un profeta".Pero los judíos no creyeron que aquel hombre, que había sido ciego, hubiera recobrado la vista. Llamaron, pues, a sus padres y les preguntaron: "¿Es éste su hijo, del que ustedes dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?". Sus padres contestaron: "Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Cómo es que ahora ve o quién le haya dado la vista, no lo sabemos. Pregúntenselo a él; ya tiene edad suficiente y responderá por sí mismo". Los padres del que había sido ciego dijeron esto por miedo a los judíos, porque éstos ya habían convenido en expulsar de la sinagoga a quien reconociera a Jesús como el Mesías. Por eso sus padres dijeron: ‘Ya tiene edad; pregúntenle a él’.Llamaron de nuevo al que había sido ciego y le dijeron: "Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es pecador". Contestó él: "Si es pecador, yo no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo". Le preguntaron otra vez: "¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?". Les contestó: "Ya se lo dije a ustedes y no me han dado crédito. ¿Para qué quieren oírlo otra vez? ¿Acaso también ustedes quieren hacerse discípulos suyos?". Entonces ellos lo llenaron de insultos y le dijeron: "Discípulo de ése lo serás tú. Nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios. Pero ése, no sabemos de dónde viene".Replicó aquel hombre: "Es curioso que ustedes no sepan de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero al que lo teme y hace su voluntad, a ése sí lo escucha. Jamás se había oído decir que alguien abriera los ojos a un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder". Le replicaron: "Tú eres puro pecado desde que naciste, ¿cómo pretendes darnos lecciones?" Y lo echaron fuera.Supo Jesús que lo habían echado fuera, y cuando lo encontró, le dijo: "¿Crees tú en el Hijo del hombre?". Él contestó: "¿Y quién es, Señor, para que yo crea en él?". Jesús le dijo: "Ya lo has visto; el que está hablando contigo, ése es". Él dijo: "Creo, Señor". Y postrándose, lo adoró.Entonces le dijo Jesús: "Yo he venido a este mundo para que se definan los campos: para que los ciegos vean, y los que ven queden ciegos". Al oír esto, algunos fariseos que estaban con él le preguntaron: "¿Entonces, también nosotros estamos ciegos?". Jesús les contestó: "Si estuvieran ciegos, no tendrían pecado; pero como dicen que ven, siguen en su pecado".
El pasaje de la Samaritana del domingo pasado nos hizo reflexionar sobre el signo del agua; hoy, la curación del ciego nos presenta el símbolo de la luz. Todos están llamados a la luz de la fe. Cristo es nuestra luz.
El centro de atención del relato no es el milagro de la curación sino el debate que suscita. Jesús hace barro con saliva, lo pone en los ojos del ciego, lo manda a lavarse en la piscina y le devuelve la vista. Se levanta un gran altercado. Unos discuten si es el mismo que antes pedía limosna o es otro que se le parece; los fariseos no creen que haya sido ciego; no creen que haya habido un milagro. Interrogan a sus padres, y éstos, muertos de miedo a que los excomulguen de la sinagoga, reconocen que sí es su hijo y que nació ciego, pero que no saben cómo ha podido recobrar la vista, que le pregunten a él, que ya es mayorcito. Por último, se enfrentan al pobre hombre y, después de maltratarlo, lo expulsan de la sinagoga. Jesús le da alcance y lo lleva a la fe.
Ante todo podemos apreciar la misericordia del Señor. Busca al ciego, lo cura y luego lo vuelve a buscar en su desgracia social, cuando se ha quedado solo, cuando ni sus padres lo han defendido y las autoridades lo han expulsado de la sinagoga. Jesús no abandona al que está solo e indefenso, se pone a su lado para levantarlo, por eso: Sabiendo que lo habían expulsado (es decir, que había sufrido por su causa), le dice: ¿Crees en el Hijo del Hombre? Él respondió: ¿Y quién es Señor para que crea en él? Jesús le dice: Soy Yo el que habla contigo. Y el ciego cayendo de rodillas lo adoró y dijo: Creo, Señor”.
En el curso del relato se ven las etapas que sigue el ciego en su itinerario hacia la fe. A cada pregunta que le hacen, responde con una confesión de Jesús:
* A la primera pregunta: “¿cómo has conseguido ver?”, el ciego atribuye la curación a “ese hombre que se llama Jesús”, y que no sabe dónde está (vv. 10-12).
* Los fariseos le replican: “Ese hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. El ciego, da un paso adelante en su fe y dice: “Es un profeta” (vv. 13-17).
* Los judíos lo insultan y acusan a Jesús de ser un pecador. El ciego se defiende como puede, hasta con ironía: “les he dicho cómo me ha abierto los ojos y no me han creído; ¿no será que ustedes también quieren haceros discípulos suyos? Eso es lo raro, que Uds. no saben de donde viene, y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad. Si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder” (vv. 24-34).
Ante esa nueva confesión del ciego: que Jesús le ha devuelto la vista, que no puede ser un pecador sino un hombre que viene de Dios, lo expulsan de la sinagoga, hacen de él un proscrito, un excluido.
De comienzo a fin, los evangelios presentan a Jesús como un “signo de contradicción”, una “bandera discutida”: unos lo aman y otros lo rechazan; se está con Él o se está contra Él. De su persona humana brota una irradiación irresistible que impulsa a muchos a irse tras Él. Otros, en cambio, como los fariseos, no ven nada.
El problema es de siempre. Todos sabemos que nuestra visión puede alterarse. Podemos ver de manera defectuosa o incompleta la realidad de las cosas. En la 1ª lectura (1 Samuel 16), se dice que estos defectos de visión son muchas veces porque “el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón”.
Hay quienes tienen enturbiado el corazón por las pasiones, egoísmos y malas intenciones, pero afirman que ven. No buscan la luz, se aferran a sus errores. De ellos dice Jesús: “si fuesen ciegos, no serían culpables; pero como dicen que ven, su pecado permanece”. Por eso son numerosos los ciegos a los que Jesús no puede curar. Advertidos de ello, nosotros sabemos que cualquiera que sea nuestra ceguera o nuestra miopía, si tenemos la honestidad de reconocerla y nos acercamos al evangelio, una luz nos brillará. El Señor nos dirá: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (8,12).
Como todas las acciones que Jesús realiza en favor de los enfermos, la curación del ciego es un relato fuertemente simbólico. No se sabe exactamente por qué Jesús hace barro con su saliva, se lo pone en los ojos al ciego y lo manda lavarse en la piscina. Una interpretación sugerente de ese gesto afirma que se trata de una evocación del origen del ser humano, es un símbolo plástico de la ceguera existencial del ser humano desde su origen del barro de la tierra y que Cristo ha venido a iluminar. “¡Me da lástima el hombre de ojos de barro, porque solamente ve lo visible!” (Nikos Kazanzakis).
Asimismo, la curación de la ceguera aparece vinculada a la piscina llamada “de Siloé”, que significa “del Enviado”, uno de los títulos de Jesús, enviado del Padre para salvarnos. Además, es una curación que se realiza por el baño regenerador, en referencia al “baño bautismal”. A este respecto cabe recordar que uno de los nombres con que los primeros cristianos llamaban al Bautismo era el de sacramento “iluminador”. Por eso, el relato repite hasta tres veces: “el ciego fue, se lavó y volvió con vista”.
El relato culmina con esta confesión de fe que hace el enfermo curado al encontrarse de nuevo con Jesús: “Creo, Señor. Y cayendo de rodillas lo adoró”.
El itinerario cuaresmal que estamos recorriendo nos invita a este encuentro iluminador con Jesús, a volvernos a Él. En esto consiste la verdadera “conversión”: “Despierta, tú que duermes y Cristo será tu luz” (Ef 4,14). Esta iluminación, en fin, debe verse. Los cristianos, dice la carta a los Efesios (primera lectura de hoy) son luz en el Señor y deben comportarse como tal, dejando ver sus obras buenas, su rectitud y su verdad (Ef 5, 8-9).

sábado, 25 de marzo de 2017

La anunciación a María (Lc 1, 26-38)

P. Carlos Cardó, SJ
La anunciación, óleo sobre madera de Andrea del Sarto (1528), Palacio Pitti Firenze, Florencia, Italia 
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una joven prometida como esposa a un hombre descendiente de David, llamado José; la joven se llamaba María. Entró el ángel a donde ella estaba y le dijo: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo". Al oír estas palabras, ella se preocupó mucho y se preguntaba qué querría decir semejante saludo.
El ángel le dijo: "No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir y a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y él reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reinado no tendrá fin". María le dijo entonces al ángel: "¿Cómo podrá ser esto, ¿cómo podrá ser esto si no tengo relación con ningún varón? El ángel le contestó: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el Santo, que va a nacer de ti, será llamado Hijo de Dios. Ahí tienes a tu parienta Isabel, que a pesar de su vejez, ha concebido un hijo y ya va en el sexto mes la que llamaban estéril, porque no hay nada imposible para Dios". María contestó: "Yo soy la esclava del Señor; Hágase en mí según tu palabra". Y el ángel se retiró de su presencia.
Contemplar a María de Nazaret es contemplar la imagen de una persona humana plenamente realizada en Dios. Ella nos muestra aquello que podemos llegar a ser si acogemos la palabra de Dios en nuestra vida. Porque la grandeza de María consiste en haber obedecido la palabra del Padre, hasta engendrar en su carne al Hijo de Dios.
Dice San Lucas, que fue enviado el ángel Gabriel a una joven prometida como esposa a un hombre descendiente de David, llamado José; la joven se llamaba María. Dios se ha determinado a entrar en la historia humana para dársenos a conocer y realizar nuestra redención. Para ello se ha fijado en María, una muchacha judía que se preparaba para celebrar su boda con José, el carpintero del pueblo. La encarnación de Dios no va a ser un acontecimiento espectacular, se hará en el silencio y la pobreza, en lo oculto y lo sencillo. Así actúa Dios, así se nos manifiesta.
Todo en María ha sido predestinado por Dios con vistas al cumplimiento de su voluntad de salvar a la humanidad enviando a su Hijo al mundo. Dios ha buscado a María, ha querido encontrarse con ella desde su eternidad. El sueño de Dios en favor de sus hijos puede al fin realizarse. Y Dios viene, se une a nosotros, se incorpora en nuestra historia, sella su alianza con nosotros para siempre.
...darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús... será llamado Hijo del Altísimo, Dios le dará el trono de David... Todos los títulos mesiánicos que se le van a atribuir al Hijo de María se resumen en lo que proclama el ángel. El Hijo de María es el Hijo de Dios Altísimo. Sin embargo, pasará treinta años en una aldea, y luego como predicador itinerante en un país pobre, rodeado siempre de gente sencilla, y realizará su obra  lejos de las esferas de la riqueza y del poder de este mundo. El Reino de Dios es diferente. Al lado de María aprendemos los valores del Reino, los criterios que Jesús enseñó y vivió.
¿Cómo será esto...?, preguntó María. María no se intimida ante el Altísimo, se atreve a dirigirle esta pregunta espontánea y natural. El Dios de María no infunde temor, sino confianza; se puede ser uno mismo ante Él. Por eso, como todos aquellos que se han sentido llamados a una gran misión, ella expresa sus dudas, su turbación, su sentimiento de incapacidad. La obediencia de la fe lleva primero a remontar las dificultades del creer. María no teme, pues, reconocer ante su Dios su propia incapacidad frente al designio divino que trasciende toda humana razón: ¿cómo podrá ser esto si no tengo relación con ningún varón?
También nosotros nos sentimos a veces llamados a preguntar ¿cómo podrá ser esto?, ¿qué podremos hacer? Y el ángel del Señor nos dice: para Dios nada es imposible. Muchas Marías se han sucedido desde entonces, muchas hermanas y hermanos nuestros a lo largo de la historia han experimentado, a diferentes niveles, la emoción de ser enviados a realizar algo grande, superior a lo que creían posible. Lo hicieron porque confiaron en Dios como si todo dependiera de Él y no de ellos y, al mismo tiempo, pusieron todo de su parte como si todo dependiese de ellos. 
Hágase en mí según tu palabra, es la respuesta de María al ángel. Acoge el plan de Dios en total obediencia. Dios ha encontrado una madre que le haga nacer entre nosotros. Con su fe, que le hace referir toda su existencia al Dios que todo lo puede, María no duda en responder: Hágase. En su palabra halla eco el Hágase divino, por el que fueron creadas todas las cosas. Su Hágase anuncia la nueva creación. María pone a disposición del Padre su cuerpo virginal, para que su Hijo pueda tener un cuerpo humano por obra del Espíritu Santo. Lo imposible se hace posible. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros

viernes, 24 de marzo de 2017

El amor a Dios y al prójimo (Mc 12,28b-34)

P. Carlos Cardó, SJ
Santa Edith Stein, témpera del Rev. Richard G. Cannuli, OSA (2009), Galería de Arte Universidad de Villanova, Pennsylvania, Estados Unidos
En aquel tiempo, uno de los escribas se acercó a Jesús y le preguntó: "¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?". Jesús le respondió: "El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento mayor que éstos".
El escriba replicó: "Muy bien, Maestro. Tienes razón, cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, y amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios".
Jesús, viendo que había hablado muy sensatamente, le dijo: "No estás lejos del Reino de Dios". Y ya nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Un maestro de la ley plantea a Jesús un asunto fundamental: cuál es el mandamiento principal que ha de regir al creyente. Esta pregunta dividía a las escuelas rabínicas pues para muchos, sobre todo los fariseos, el primer mandamiento del amor a Dios se cumplía en el culto del sábado, que valía tanto como los demás mandamientos. Jesús le responde como respondería un judío fiel, que lleva grabado en su corazón y recita cada mañana el “Schemá Israel”: Acuérdate, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.
Y añade Jesús que el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Ambos preceptos se encontraban ya en la Biblia, en el Dt 6,4-9 y en el Lev 19,18b, respectivamente. El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición a amarlo con todo el ser.  El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado entre la enorme cantidad de preceptos, ritos y tradiciones que contiene el libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto.
Los dos amores –a Dios y al prójimo– son indisociables ya desde el Antiguo Testamento. Ambos son una misma realidad vista en sus dos dimensiones. Además Jesús, con su palabra y con sus actitudes, manifiesta que el amor, que es la esencia misma de Dios, se nos ha revelado y nos ha abrazado a todos, haciéndonos capaces de amar como somos amados. Por eso dirá: Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros como yo los he amado (Jn 15,12). El amor de Dios llega a nosotros en su Hijo y se traduce en nuestro amor al prójimo. Nuestra relación con Dios se ha de manifestar en nuestra relación con los demás. Y el amor al prójimo se ha de extender a la tarea de establecer las condiciones necesarias para una convivencia humana en la sociedad.
Por eso se puede decir que la respuesta de Jesús al escriba deja en claro que el amor a Dios (primer mandamiento) no conduce en primer lugar a las prácticas religiosas (el culto del sábado) sino al comportamiento, a los valores éticos que han de reflejarse en las relaciones humanas. De esta manera Jesús recoge y perfecciona la enseñanza de los profetas que, como Oseas, habían afirmado el primado del amor y la misericordia por encima del culto: Porque misericordia quiero y no sacrificios (Os 6,6).
En esto ha consistido la originalidad de Jesús: no sólo en haber unido los dos mandamientos, sino en habernos amado y enseñado a amarnos unos a otros con hechos y gestos concretos. Quien se acerca a su persona experimenta que Dios, amor y fuente del verdadero amor, lo ha amado a Él personalmente de manera gratuita, desinteresada e incondicional y, por eso, siente que puede amar, cualesquiera que hayan sido las carencias o infortunios sufridos en su historia personal. En Jesús se ha manifestado de tal manera la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a todos los seres humanos (Tit 3, 4), que ya nada podrá separarnos de ese amor (Rom 8,35.39).
Edith Stein, luego Santa Teresa Benedicta de la Cruz, filósofa judía asesinada en el campo de concentración de Auschwitz en 1942 y canonizada en 1998 por el Papa Juan Pablo II, dejó entre sus escritos esta categórica declaración:
“Si Dios está en nosotros y si Él es el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es también la medida de nuestro amor a Dios. Pero éste es diferente del amor humano natural. El amor natural nos vincula a tal o cual persona que nos es próxima por los lazos de sangre, por una semejanza de carácter o incluso por unos intereses comunes. Los demás son para nosotros “extraños”, “no nos conciernen”… Para el cristiano no hay “hombre extraño” alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien tiene necesidad de nosotros, quien es precisamente nuestro prójimo; y da lo mismo que esté emparentado o no con nosotros, que lo “amemos” o dejemos de amarlo, que sea o no “moralmente digno” de nuestra ayuda”. (Edith Stein, filósofa crucificada, Sal Terrae, Santander 2000).)

jueves, 23 de marzo de 2017

Poder de expulsar demonios (Lc 11, 14-23)

P. Carlos Cardó, SJ
El endemoniado, miniatura del siglo XI, Museo Nacional de Nuremberg, Alemania
En aquel tiempo, Jesús expulsó a un demonio, que era mudo. Apenas salió el demonio, habló el mudo y la multitud quedó maravillada. Pero algunos decían: "Este expulsa a los demonios con el poder de Belzebú, el príncipe de los demonios". Otros, para ponerlo a prueba, le pedían una señal milagrosa.
Pero Jesús, que conocía sus malas intenciones, les dijo: "Todo reino dividido por luchas internas va a la ruina y se derrumba casa por casa. Si Satanás también está dividido contra sí mismo, ¿cómo mantendrá su reino? Ustedes dicen que yo arrojo a los demonios con el poder de Belzebú. Entonces, ¿con el poder de quién los arrojan los hijos de ustedes? Por eso, ellos mismos serán sus jueces. Pero si yo arrojo a los demonios con el dedo de Dios, eso significa que ha llegado a ustedes el Reino de Dios.
Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros; pero si otro más fuerte lo asalta y lo vence, entonces le quita las armas en que confiaba y después dispone de sus bienes. El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama".
Los adversarios de Jesús lo han visto liberar a un pobre hombre que había perdido el habla a causa de un espíritu malo y lo acusan de emplear una fuerza diabólica para realizar tales acciones. Pero estas acciones visibilizan la presencia del Reino de Dios que Él anuncia e inicia; por eso no puede dejar de realizarlas.
La fuerza de Dios, que creó todas las cosas y reordena el mundo, actúa en él, por eso en la sinagoga de Nazaret había reivindicado para sí la posesión del Espíritu, que Dios había prometido por medio de los profetas para los últimos tiempos: El Espíritu del Señor sobre mí me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres y me ha enviado a anunciar la liberación de los cautivos… (Lc 4, 18; Is 61, 1s).
La respuesta que da a la acusación que le formulan hace ver que esos signos que realiza lo acreditan como el enviado plenipotenciario y definitivo de Dios: Si yo expulso los demonios con el poder del Espíritu de Dios… es que ha llegado a ustedes el reino de Dios.
En las expulsiones de demonios se concentra de la manera mas gráfica el poder de Dios que actúa en Jesús venciendo al mal. Hoy no se acepta sin más, como en aquel tiempo, la posibilidad de una presencia y de una acción maciza del demonio en el mundo y en las personas, y se sabe que, en general, se atribuía a demonios (dáimones) o espíritus malignos los males físicos. Concretamente, enfermedades que hoy llamaríamos psiquiátricas, y algunas orgánicas que se manifiestan con síntomas impresionantes, como convulsiones violentas y pérdida del conocimiento, eran vistas como el efecto o presencia de un factor numinoso, sobrenatural o mágico.
Esto supuesto, debemos decir que estos textos no han perdido el valor profundo que tienen para nosotros hoy porque la intención que tuvieron los primeros testigos al consignarlos en los evangelios es hacernos ver que, en Cristo, los poderes temibles del mal y de la muerte han dejado ya de ser invencibles. Jesús exorciza, “desdemoniza” el mundo, libera a los hijos e hijas de Dios de todo demonio personal o social, de toda sumisión fatalista a las fuerzas de la injusticia, odio, disgregación y perdición, sana la creación que ha sido dañada por la maldad humana y abre para todos el reino de Dios su Padre.
Jesús es el más fuerte que viene y vence. Su victoria está asegurada. El reino de Satanás no puede mantenerse en pie. Pero esta victoria todavía debe extenderse en el plano personal y abrazar la vida de cada uno. Hasta su derrota final, el mal sigue actuando en el mundo. Nuestra vida cristiana está siempre amenazada. Quien se sienta seguro, tenga cuidado de no caer, advierte Pablo (1 Cor 10,12). Por eso pedimos al Padre que no nos deje caer en la tentación y que siga librándonos del mal y del maligno.
La lucha contra el mal continúa y la podemos sostener porque nos conduce y fortalece el Espíritu que hemos recibido en el bautismo. Él nos hace vivir como hijos e hijas, capaces de llamar Abba a Dios, nos libra del temor y nos capacita para discernir cuáles son sus divinas inspiraciones y cuáles son las del enemigo.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Una justicia superior (Mt 5, 17-19)

P. Carlos Cardó, SJ
Madonna de la justicia, óleo sobre lienzo de Bernardo Strozzi (1620-25), Museo del Louvre, París
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “No crean que he venido a abolir la ley o los profetas; no he venido a abolirlos, sino a darles plenitud. Yo les aseguro que antes se acabarán el cielo y la tierra, que deje de cumplirse hasta la más pequeña letra o coma de la ley. Por lo tanto, el que quebrante uno de estos preceptos menores y enseñe eso a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; pero el que los cumpla y los enseñe, será grande en el Reino de los cielos”.
Jesús no pretende abolir la ley mosaica –sello de la alianza de Dios con Israel–, sino llevarla a plenitud, dándole orientación y, sobre todo, haciéndola más radical con las exigencias propias del amor, que no oprimen sino liberan a la persona para dar lo mejor de sí.
Las palabras dar cumplimiento del versículo 17 significan darle su forma nueva y definitiva en la perspectiva del espíritu del evangelio. Las comunidades cristianas primitivas recordaron claramente que Jesús subordinó los numerosos preceptos de la Torá al precepto del amor como centro. Vieron asimismo, sobre todo Pablo, que la ley de Moisés no posee autoridad por sí misma, sino por Jesús y que, por consiguiente, su función es la de ser guía –preceptor o pedagogo, dice Pablo– hacia Cristo (Gal 3,24), quien por medio de su Espíritu, infundido en nuestros corazones, nos impulsa a la justicia mayor del amor.
Los rabinos fariseos y los doctores de la ley habían inculcado en la gente la idea de que el cumplimiento de la ley mediante la práctica de las buenas obras hacía justo al hombre y le aseguraba la salvación. Sobre esta interpretación, habían construido una moral rigorista, hecha de casuística sobre lo lícito y lo ilícito, lo puro y lo impuro, determinado por el cumplimiento o incumplimiento de los 350 preceptos en que sus rabinos habían pormenorizado la ley de Moisés. Todo se volvía imprescindible para poder tener la seguridad de la salvación.
Jesús echa por tierra esta moral y propone otra que brota del corazón, que se basa en una relación personal, amorosa y confiada con el Padre, y busca hacer su voluntad, tal como se nos expresa en sus preceptos divinos –que ningún principio de moralidad, por “perfecto” que sea puede eludir–  y, sobre todo, en el único y principal mandamiento que él nos dejó, el del amor.
Obrando así, la práctica de la fe, que se define como seguimiento de Cristo, no lleva a sentirse agobiado y cansado por el peso de la ley, sino libre –como dice Pablo– para discernir en todo momento cuál es lo bueno, lo agradable a Dios y lo perfecto que se ha de buscar (Rom 12, 2).
El ejemplo de Jesús ilumina. Cumple la ley, como judío fiel que es y por su adhesión filial a la voluntad del Padre, pero no duda en mostrarse libre frente a la materialidad de la ley para dar paso a las exigencias perentorias del amor: como en el caso de los enfermos que cura en día sábado, infringiendo a los ojos de los fariseos y escribas el precepto del descanso sabático, o cuando libera a sus discípulos de las exigencias tradicionales de las purificaciones y de los ayunos.
En los versículos siguientes de este capítulo 5 de Mateo se verá a Jesús atribuyéndose una autoridad que sólo de Dios le podía venir: la de modificar el núcleo mismo de la ley, los mandamientos de Dios, para superar el literalismo legal y enseñar a sus discípulos una justicia más elevada, que brota del interior de la persona y se manifiesta más en una actitud y un estilo de vida, que en un cumplimiento mecánico de normas. Cuando Jesús dice: ¡No piensen que yo he venido a echar abajo la ley y los profetas! No he venido a echar abajo sino a dar cumplimiento, no propone un incremento cuantitativo de los preceptos de la Torá, sino una intensificación cualitativa –en términos de amor– que configura un estilo de vida ante Dios.