domingo, 26 de febrero de 2017

Homilía del VIII domingo del tiempo ordinario: No se preocupen por el mañana (Mt 6, 25-34)

P.Carlos Cardó, SJ
Abandonado, oleo de Georges Rouault (1935-39), Memorial Art Gallery, Rochester, Nueva York
Por eso yo les digo: No anden preocupados por su vida con problemas de alimentos, ni por su cuerpo con problemas de ropa. ¿No es más importante la vida que el alimento y más valioso el cuerpo que la ropa? Fíjense en las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, no guardan alimentos en graneros, y sin embargo el Padre del Cielo, el Padre de ustedes, las alimenta. ¿No valen ustedes mucho más que las aves?
¿Quién de ustedes, por más que se preocupe, puede añadir algo a su estatura? Y ¿por qué se preocupan tanto por la ropa? Miren cómo crecen las flores del campo, y no trabajan ni tejen. Pero yo les digo que ni Salomón, con todo su lujo, se pudo vestir como una de ellas. Y si Dios viste así el pasto del campo, que hoy brota y mañana se echa al fuego, ¿no hará mucho más por ustedes? ¡Qué poca fe tienen!
No anden tan preocupados ni digan: ¿tendremos alimentos? o ¿qué beberemos? o ¿tendremos ropas para vestirnos? Los que no conocen a Dios se afanan por esas cosas, pero el Padre del Cielo, Padre de ustedes, sabe que necesitan todo eso. Por lo tanto, busquen primero el Reino y la Justicia de Dios, y se les darán también todas esas cosas. No se preocupen por el día de mañana, pues el mañana se preocupará por sí mismo. A cada día le bastan sus problemas.
No se inquieten, no anden preocupados, dice Jesús a sus discípulos. Cualquiera que sea la necesidad por la que estén pasando, han de procurar poner su vida en las manos de Dios y liberarse de la angustia que absorbe energías y quita vida en vez de darla. Detrás del ansia angustiosa por resolver las necesidades cotidianas está el miedo a la falta de lo necesario para vivir, reflejo del miedo a la muerte. Pues bien, dice la Carta a los Hebreos que Jesús vino precisamente a liberar a los que el miedo a la muerte los hacia vivir como encadenados (Hebr 2,15). Dios es el único que nos garantiza la vida, es Él quien nos la da y la alimenta.
En el fondo del consejo de Jesús late la advertencia contra el peligro de considerar las propias necesidades (simbolizadas en el alimento y el vestido) como si fueran un absoluto. El único absoluto es Dios y su reino. Debemos, por tanto, satisfacer las necesidades, pero con la dignidad de hijos e hijas que colaboran mediante su trabajo en la obra de su Creador y Padre, y comparten el fruto de sus esfuerzos. Así, cuando el alimento y el vestido dejan de ser ídolos para la persona, pasan a ser medios para establecer la comunión con Dios y con el prójimo.
Estamos en las manos de Dios. Si Él alimenta a las aves del cielo y viste de esplendor y belleza a las flores del campo, ¿qué no hará por sus hijos que valen mucho más ante sus ojos? Andar ansiosos significa vivir como los paganos, ignorantes de la presencia providente de Dios que sabe lo que necesitamos.
Pero Jesús no hace el elogio de la pasividad, ni de la pereza y holgazanería. San Pablo dirá: El que no quiera trabajar, que no coma (2 Tes 3,10). Jesús no contrapone a la responsabilidad en el trabajo una vida inactiva y pasiva. No dice: No trabajen. Él dice: No hagan del trabajo un ídolo que les quite el respiro. Hay que trabajar con dedicación, pero sin ansiedades. “El trabajo hay que hacerlo, las preocupaciones hay que quitarlas” (San Jerónimo).
Es el pensamiento, según algunos, característico de la espiritualidad apostólica de San Ignacio, a quien se le atribuye esta máxima: “Obra como si todo dependiese de ti y no de Dios, pero confía como si todo dependiese de Dios y no de ti”.
En la base por tanto de nuestro empeño responsable en el trabajo, que muchas veces puede resultar duro y fatigoso, ha de mantenerse la actitud interior de libertad y confianza. Actitud de libertad para no dejarnos esclavizar ni mecanizar por el trabajo, para no incurrir en la adicción al trabajo que disfraza muchas veces una verdadera evasión de problemas no enfrentados, o una búsqueda de satisfacción de carencias inconscientes que han de ser resueltas de otra manera, o asumidas con realismo y serenidad. Y actitud de confianza también: porque quien se hace esclavo del trabajo sólo confía en sí mismo, piensa que todo depende de él y se vuelve un desconfiado, un hombre de poca fe.
No se preocupen del mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. Bástale a cada día su propia inquietud, dice Jesús. Y el poeta Paul Claudel añadía: “El mañana traerá consigo su propia labor y su propia gracia”.
En la perspectiva del Reino la finalidad no es el tener sino el ser, no el acumular sino el compartir, no el dominar sino el concertar. Así mismo, el trabajo no es un fin en sí mismo, ni se ha de apreciar únicamente por su función económica o su fuerza productiva, sino por su sentido y orientación en favor de la vida humana. Por el trabajo, el hombre se trasciende a sí mismo, cultiva el mundo, lo humaniza, hace cultura, y se hace él mismo co-creador, continuador de la obra de Dios.
Pero en la sociedad actual “eficacia, productividad y rentabilidad” son las palabras claves del éxito. Vale aquello que produce dinero. Obviamente sería absurdo desconocer la necesidad y deber social de producir bienes para poder asegurar a todos los seres humanos una vida digna, razón y meta de una economía verdaderamente humana. Pero aún desde el punto de vista moderno de la economía, hoy el descanso es una exigencia ineludible para el funcionamiento eficiente de una empresa bien administrada.
A esto debemos añadir, desde el punto de vista espiritual, que en una sociedad que nos enferma de estrés y deshumaniza con la sobreexigencia y la competitividad, es imprescindible redescubrir  el valor de lo gratuito, la ascesis del tiempo “perdido”, en el que no se produce directamente un beneficio económico, pero uno disfruta y cultiva lo que más vale en la vida: la propia interioridad, los seres queridos y Dios. “Yo soy”, no “yo hago” es la proclamación de la libertad humana y cristiana. 

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