miércoles, 30 de noviembre de 2016

«Anuncio del Reino y llamamiento de primeros discípulos» (Mt 4, 18-22)

P. Carlos Cardó, SJ
Una vez que Jesús caminaba por la ribera del mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado después Pedro, y Andrés, los cuales estaban echando las redes al mar, porque eran pescadores. Jesús les dijo: "Síganme y los haré pescadores de hombres". Ellos inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Pasando más adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que estaban con su padre en la barca, remendando las redes, y los llamó también. Ellos, dejando enseguida la barca y a su padre, lo siguieron.
Según el evangelio de Mateo, lo primero que hace Jesús en su actividad pública, después de ser bautizado por Juan y ser tentado en el desierto, es llamar, formar un grupo de discípulos. Caminando Jesús por la orilla del mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón llamado Pedro, y Andrés… y les dijo: Vengan conmigo… Es una invitación personal la que nos hace en la persona de esos pescadores de Galilea. Cuenta con nosotros.
La vida cristiana es la respuesta a esta invitación. Seguirlo significa convertirse, volverse a Dios, vivir conforme a los valores de su Reino. Seguirlo es también vivir con Él en comunión de vida: una forma de ser, un solo sentir y pensar. Es identificación con Él. No nos llama ante todo para aprender una doctrina o llevar a cabo un programa de acción. Nos llama para establecer una relación personal con Él. Nos hace sentir que Él nos ha amado primero y que cuenta con nosotros.
Es amor personal lo que le debemos, no un gusto o interés, ni una pasión de orden intelectual, o una admiración estética, o un entusiasmo de orden político-social; todo eso vendrá a consecuencia y según la capacidad de cada uno. Lo que despierta Jesús en quien lo sigue es una relación mucho más profunda y total: se le entrega no sólo la cabeza y la sensibilidad, sino el corazón, el fondo del alma.
Y no nos imaginemos cosas extraordinarias. La llamada de Jesús se siente en la cotidianidad, por profana que sea: llamó a Simón y a su hermano Andrés cuando estaban pescando; llamó a Mateo cuando detrás de su mesa de cambista juntaba y contaba plata. Incluso podemos estar haciendo cosas que van contra Cristo y contra los cristianos, como hacía Saulo. Hagamos lo que hagamos, la luz se abre camino y brilla en nuestro interior, desvelando nuestra verdad más profunda. Vente conmigo, me dice.
Y ellos, dejadas sus redes, lo siguieron. Lo dejaron todo. Jesús pasó a ser lo más importante en sus vidas, el valor supremo frente al cual todo resulta relativo.

«Te alabo, Padre» (Lc 10, 21-24)

Martes 29 noviembre 2016

P. Carlos Cardó, SJ
En aquella misma hora Jesús se llenó de júbilo en el Espíritu Santo y exclamó: "¡Yo te alabo, Abba, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! ¡Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien! Todo me lo ha entregado mi Padre y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". Volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: "Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven. Porque yo les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron".
Los discípulos, enviados a predicar, regresan contentos por el éxito alcanzado y Jesús da gracias a Dios, su Padre. Movido por el Espíritu Santo, exclamó: Yo te alabo, Abba, Señor del cielo y de la tierra… Resalta la intimidad con que Jesús se dirigía a Dios, llamándole Abbá. Pronunciada por Jesús con toda su resonancia aramea, la palabra Abba era el modo común como un hijo se dirigía a su progenitor; los niños le decían abbí. Es palabra tierna y confiada para quien la pronuncia y para quien la escucha. Quien la dice se identifica a sí mismo en su relación con el otro.
En el caso de Jesús expresa el tierno respeto con que se sitúa ante Aquel de quien procede. Hace ver que ante el misterio de Dios, Jesús siente la máxima cercanía que un hombre es capaz de experimentar, la cercanía que tiene con su padre querido. Así trata a Dios y así nos enseña a tratarlo. Es lo más central de cristianismo. Ya no hay cabida al miedo en la relación con Dios, porque el miedo supone el castigo (1Jn 4, 18). Otra cosa es el “temor de Dios, inicio de la sabiduría” (Prov 9,10) que es respeto amoroso y obediente. Ambas cosas, amor y respeto, van siempre juntos.
Jesús nos enseña a experimentar así a Dios: como ternura de máxima intimidad y a la vez Altísimo Señor de cielo y tierra, más íntimo a mí que yo mismo y a la vez totalmente otro, misericordioso y justo, cuya omnipotencia es capacidad de obrar en nuestro favor mucho más de lo que podemos esperar y pedir.
Jesús alaba a su Padre porque el establecimiento de su reinado, el señorío de su amor salvador sobre todo lo creado, ha comenzado ya. Su fuerza transformadora se ha desplegado e irá extendiéndose en su relación con nosotros y con el mundo. Actúa en quienes se dejan conducir por el Espíritu de Jesús y es objeto de nuestra esperanza, pues culminará en el tiempo fijado por Dios.
Este conocimiento de la voluntad salvadora de Dios es una gracia que llena de esperanza a los humildes y sencillos, pero permanece oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Sencillos y humildes son los que ponen su destino en manos de Dios con espíritu de confianza y entrega, seguros de que Dios permanecerá con ellos para siempre, y enjugará toda lágrima de sus ojos (Ap 7,17; 21,4).
Sabios y prudentes según el mundo son, en cambio, los que nada esperan ni de Dios ni de los demás, porque ponen su confianza en su propio poder. Ellos reconocerán finalmente que han construido sobre arena. Son los que se sirven y se guardan para sí mismos, quedándose solos al final, con sus vidas vacías y sin promesa. No reconocen que la persona sólo se logra a sí misma y se humaniza si se hace hijo de Dios y hermano de su prójimo.

«La fe del centurión romano» (Mt 8, 5-11)

Lunes 28 noviembre 2016

P. Carlos Cardó, SJ
Al entrar en Cafarnaúm, un centurión se le acercó y le suplicó: "Señor, mi criado está en casa, acostado con parálisis, y sufre terriblemente". Jesús le contestó: "Yo iré a sanarlo". Pero el oficial le replicó: "Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa; con que digas una sola palabra, mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; cuando le digo a uno: ‘ve, él va; al otro: `¡Ven!’, y viene; a mi criado: `¡Haz esto!’, y lo hace". Al oír aquellas palabras, se admiró Jesús y dijo a los que lo seguían: "Yo les aseguro que en ningún israelita he hallado una fe tan grande. Les aseguro que muchos vendrán de oriente y de occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos".
El protagonista del relato es un centurión romano de la guarnición de Cafarnaúm. En la versión de Lucas (7, 1-10) y de Juan (4, 43-54) es un funcionario del rey Herodes Antipas. En todo caso se trata de una persona importante que goza de buena posición social y económica, pero un criado suyo, al que aprecia mucho, ha contraído una extraña enfermedad que le ha dejado paralítico y le hace sufrir mucho. Ha hecho lo posible por curarlo pero ha sido inútil. Recuerda entonces lo que se dice de Jesús en Cafarnaúm: que obra signos y prodigios en favor de los enfermos y de los que sufren. Piensa que Dios actúa en él y decide buscarlo. Pero advierte naturalmente que no es judío, más aún es un representante de las tropas romanas de ocupación. ¿Le querrá atender Jesús?
El centurión depone toda actitud de superioridad, no puede exhibir nada a su favor, se siente desesperado. Tiene que expresar su ruego con humildad y poner toda su confianza en Jesús. La fe ha actuado en él, en un extranjero, soldado del enemigo más odiado por la gente, y ha despertado en él tal confianza que antes de que Jesús se ponga en marcha para hacer lo que le pide, proclama sin vacilación: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero basta que digas una sola palabra y mi criado quedará sano.
Jesús queda admirado de la actitud del centurión y lo propone a los judíos como modelo de fe: “Les aseguro que jamás he encontrado en Israel tanta fe”. Afirma así que todos, judíos y extranjeros, están llamados a experimentar el amor salvador de Dios. Como Abraham que era un extranjero y, sin ver, creyó en la palabra de Dios y fue constituido padre de todos los creyentes, así también el centurión pagano, sin ver, cree en el poder divino de Jesús, y viene a ser modelo de la fe que hace extensiva a todas las familias de la tierra la bendición de Abraham.
Sea cual sea nuestra condición o el estado en que estemos, cabe siempre la certeza de que el Señor oirá nuestra petición. “Pidan y se les dará”. Y hay que dejar a Dios enteramente el curso de los acontecimientos. El verdadero creyente no necesita signos y prodigios para tener la certeza del amor del Señor; cree en su amor por la Palabra que refiere lo que él ha hecho por nosotros, y eso le basta. La confianza es base de la fe y del amor. No exige demostraciones para verificar la credibilidad del otro. Cuando se exigen pruebas para poder creer en él y serle fiel, simplemente se le ha dejado ya de amar.
Dios nos ha mostrado su amor en la entrega de su Hijo y Jesucristo atestigua su credibilidad con la absoluta coherencia de su mensaje y de su conducta, y sobre todo con la entrega de su persona. “No hay mayor amor que quien da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).

«Estén preparados» (Mt 24, 37-44)

Homilía para el domingo 27 noviembre 2016

P. Carlos Cardó, SJ
Hoy comenzamos el Adviento. Junto con la Pascua, es uno de los tiempos más bellos de la liturgia. En Adviento nos preparamos para la venida del Salvador. La liturgia se llena de oraciones, textos y símbolos de esperanza. Tres personajes ocupan puesto protagónico en el escenario del Adviento: el profeta Isaías, que guía a su pueblo con la esperanza de un libertador, el Mesías de Dios; Juan Bautista, que proclama ya próximo al Mesías y lo señala después entre los hombres; y María, que lo concibe en su seno por obra del Espíritu Santo y espera su nacimiento con inefable amor de madre. Los tres nos enseñan a esperar, a convertirnos y preparar los caminos del Señor.
De manera inmediata, el Adviento nos prepara a celebrar con alegría el nacimiento de Jesús en Belén. Pero también nos recuerda que el Señor “de nuevo vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin”. Entre su primera venida en nuestra carne y su segunda venida en gloria, transcurre el tiempo de nuestra espera que es, simultáneamente, tiempo de sus incesantes venidas: porque el Señor viene de continuo a nosotros, en la Iglesia, en la Eucaristía, en su Palabra, en los hermanos.
Se abre el tiempo de Adviento con una visión de Isaías (2, 1-5) que infunde en el ánimo de su pueblo abatido la esperanza de tiempos nuevos de paz y concordia, simbolizados en la confluencia de todos los pueblos en monte del Señor, en Jerusalén, ciudad de la paz. El profeta señala los elementos en torno a los cuales ha de organizarse la convivencia humana pacífica y armoniosa.
No basta con que los pueblos acudan a la Santa Ciudad para recibir las mismas enseñanzas éticas (Subamos al monte del Señor… porque de Sión saldrá la ley y de Jerusalén la palabra del Señor); también tienen que esforzarse por establecer unas relaciones sociales justas y equitativas. Y hace ver que el signo de la armonía en el género humano será la superación de la violencia: De sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas (v. 4b), es decir, convertirán sus armas en instrumentos para el desarrollo humano. La imagen del tiempo nuevo, motivo de esperanza y de esfuerzo, queda completada: no se prepararán ya para la guerra porque caminarán a la luz del Señor (v. 5).
La segunda lectura (Rom 13, 11-14) nos recuerda que la fe no es una anestesia que nos ponemos para soportar los males presentes. La fe nos mueve a asumir nuestra realidad con responsabilidad si queremos que tenga un final positivo. No podemos estar pasivos como en una noche de sueño. “Ya es hora de que despierten del sueño… La noche está muy avanzada y el día se acerca; despojémonos de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz… Revístanse de Jesucristo”.
El evangelio de hoy, por su parte, nos trae este mensaje: “Estén atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor”. Es la respuesta de Jesús a sus discípulos que le preguntan “cuándo” será el fin del mundo. Jesús nos hace ver que el “cuándo” es el tiempo de lo cotidiano. En nuestra existencia de todos los días se decide nuestro destino futuro en términos de salvación o perdición, de estar con el Señor o estar lejos de Él. Al final se recoge lo que se ha sembrado.
Con una comparación y una parábola, el texto del evangelio nos hace ver en qué consiste la actitud de vigilancia. La comparación es la siguiente: En un mismo tiempo, haciendo las mismas cosas, se puede, como Noé, construir el arca que salva o ahogarse en las aguas del diluvio. Lo que se ha construido sobre la palabra de Dios resiste como el arca; lo que se ha construido sobre la insensatez, se derrumba, es arrasado por las aguas. Lo que ocurre al final no es otra cosa que lo cotidiano: comer, beber, casarse, trabajar. Todo eso lo podemos realizar como entrega de nosotros mismos con amor, o lo podemos vivir como violencia, injusticia, daño de nosotros mismos o del prójimo, como vida o como muerte.
Empleando otra imagen propia de la cultura de su tiempo, nos dice Jesús que dos hombres aran el campo y dos mujeres muelen granos. Se hace un mismo trabajo, pero el resultado puede ser distinto. A uno de los hombres se lo llevarán y se salvará, a otro lo dejarán y se perderá; a una de las mujeres se la llevarán, a otra la dejarán. Todo depende del comportamiento que se tiene en el presente. Lo determinante no es lo que hacemos, sino el cómo lo hacemos. No en acontecimientos extraordinarios, sino en los de cada día construimos o echamos a perder nuestra morada eterna.